domingo, 23 de abril de 2017

F85 - ¡Estás malgastando tu vida! (octubre 2004)


Lo he intentado. De veras que lo hice. Una y otra vez. Llevando conmigo una libreta grande, nuevecita, dentro de mi pequeña mochila, junto con un par de bolígrafos, por aquello de disponer de recambio en el caso de que el primero tenga el día tonto. Lo he intentado en la biblioteca vieja del barrio, donde todo es silencio y mesas y librerías enormes de madera noble, donde el olor a páginas antiguas te envuelve, haciéndote creer, erróneamente, que la sabiduría encerrada en ellas acudirá a tu mente por arte de magia. Lo he intentado en mi cafetería favorita, con el ruido de fondo del molinillo de café, la cháchara de las mamis con sus retoños a mi alrededor, los gritos de los de la mesa del fondo que cuentan a los cuatro vientos, sin atisbo de vergüenza, como se “cepillaron” a ésta o a aquella el pasado fin de semana. No funciona. Las palabras, que se supone arrastrarán a las ideas escondidas en mi memoria, se niegan a plasmarse en las finas líneas azuladas de mi estrenada libreta.

Necesito mi rincón habitual, la luz natural que entra por la ventana de mi pequeña habitación, un café cargado, recién hecho con la kettle, con tan sólo una gotita de leche, servido en mi mug preferida, regalo de alguien que un día me hizo soñar. Necesito toda esta logística y preparación, para tratar de emular el ambiente creado en mi room de Broomhouse, allá donde nacieron estos pequeños relatos o anécdotas o tonterías, llámenlos como deseen. Allá donde una madrugada salté de mi cama, abrí el portátil y comencé a gritar al vacío mis anhelos, mis miedos, mi rabia hasta entonces encerrada bajo siete llaves, mis sueños futuros y mis recuerdos perdidos.

Lo hice porque alguien me animó a ello. Una persona que se escondía bajo un pseudónimo artificial, algo habitual en este universo cibernético. “Jorge, puedes escribirlo de forma anónima, si así te sientes más cómodo”, me comentó aquel nick londinense, sin rostro.

Me dejé llevar por aquella voz lejana que llegaba, transformada en letras, a la luz de la pantalla. Seguí aquel consejo aun a sabiendas de que tal narración me traería de nuevo viejos temores que agitarían mi alma. Mas también resucitaría entrañables recuerdos y vivencias que transformaron mi pequeña existencia para siempre.

Sin embargo, comencé cuando estuve preparado. Me lancé al folio en blanco tras haberlo meditado, tras haberlo consultado miles de veces con esa vocecilla que guía mis pasos, día a día, año tras año. Me susurra lo que está bien y aquello que está mal. Agita mis sueños cuando trato de ignorarla. Me tararea dulces nanas, si atiendo a sus recomendaciones.

La vida, poco a poco, página a página, me va enseñando los entresijos de mi ser, los límites hasta los que puedo alcanzar, la ocasión que he de rechazar, el momento cuando debo actuar.

A mi alrededor, la gente podrá bombardearme con sus consejos. Fulanito afirmará con plena convicción: “¡Jorge, has de postular para ese trabajo!”, Menganita susurrará a mi oído: “Jorge, esa chica no te conviene”, Zutanito dejará caer, como quien no quiere la cosa, entre chascarrillo y chascarrillo: “Jorge, estás malgastando tu tiempo”…

Pero todos ellos, bienintencionados o con mala sombra, ignoran que tan sólo podré enfrentarme a una nueva realidad cuando mi particular vocecilla así lo indique. Aunque no siempre atendí a sus susurros, y luego pasó lo que pasó…


    —     ¡Jorge, tienes que dejar ese trabajo ya!, ¿Quieres pasarte la vida fregando suelos en un hospital de viejos? — me suelta mi compañera de piso por enésima vez, con su tono cantarín asturiano.

   —     Cristina, se trata de una residencia de ancianos. Y no sólo friego suelos, también preparo sus desayunos y almuerzos, charlo con ellos, trato de aportarles un granito de felicidad en su montaña de abandono y tristeza. — le contesto, tirándome al ruedo.

   —     ¡No me vengas con pamplinas! Estás malgastando tu vida. Yo lo tengo claro cristalino, cuatro añitos en el iukei, sacarme el azbans y regreso a España a conseguir un buen trabajo. Punto pelota. ¡Yo no me dejé las pestañas, estudiando una carrera, para acabar trabajando deloquesea en un país donde desayunan alubias dulces con morcilla rancia!

La contundencia del discurso de Cristina dejó un poso de incertidumbre dentro de mí. ¿Y si llevaba razón la astur? ¿Estaba malgastando mi vida? ¿Debería dejar la seguridad del hospital y lanzarme a la piscina semivacía de encontrar un mejor trabajo?

Aquella noche no pegué ojo. Vuelta tras vuelta, peleando con la almohada, pataleando el edredón nórdico, contando las musarañas. Mil excursiones al frío baño, los nervios transmutando en amarillento líquido. La vocecilla susurraba, gritaba, callaba. Decía todo y no aclaraba nada. Otra vuelta a la almohada, empapada de sudor. ¿Y si Cris llevara razón? ¿Y si estaba tirando mi vida por la alcantarilla? ¿Era un maldito cobarde? ¿Pasaría el resto de mi vida fregando suelos?

… fregando suelos, fregando suelos, fregando suelos…

Al final, rendido por el cansancio, caí sumido en un pesado sueño, tras haber mostrado la bandera blanca al enemigo. “Okei, me rindo, mañana mismo comienzo a buscar otro trabajo”.

Unos pocos días más tarde, tomando un café en la cantina del colegio, al que seguía atendiendo para mejorar mi conocimiento de la lengua de Shakespeare, tuve una charla con una compañera de clase, Luna, alicantina, que trabajaba en uno de los mejores restaurantes de Edimburgo, en la exclusiva y elegante George Street. Allí llevaba un par de años, disfrutaba enormemente con su trabajo, practicaba el inglés con clientes educados, jefes amables, el tiempo se le pasaba volando y las propinas eran de órdago a la mayor con tres reyes y un caballo.

   —     Jorge, pásame tu curriculum que yo tengo mano con el supervisor. Bebe los vientos y los huracanes por mí jaja — dijo Luna, mostrando su perfecta y blanquísima dentadura.

Ya estaba hecho. Salto triple mortal desde el trampolín más alto a la semivacía piscina. Con un par. Salí de la cafetería con la sonrisa que imprime el valor en el rostro del cobarde. Ignorando que había tomado una de las peores decisiones de mi vida.