Las recuerdo jovencitas. Mucho. Apenas unas adolescentes
que habían aparcado las Barbys hace
cuatro horas, sustituyendo sus vestiditos e imaginarios maquillajes por sus
equivalentes de tamaño natural, de existencia real. Se sentaron en el pequeño reservado
a mi derecha, donde los sofás son cómodos y la mesa amplia. Es un bar modesto y
tranquilo, uno de mis favoritos en Edimburgo, en el cual las mesas están tan
juntas que resulta difícil centrarte en tus cosas, aislarte de las
conversaciones ajenas (muchas de ellas en español, cada día más, gracias a nuestros
maravillosos políticos, los cuales, independientemente del color de guerra que
vistan, parecen empeñados en echar a toda la juventud de allí, como si sobrara,
como si les causara vergüenza o repugnancia),tan arrimadas están, las mesas, que si estiras
el brazo puedes robarle el bollo suizo a tu vecino, o tocar su hombro.
Hubo algo en una de ellas que en seguida llamó mi
atención. Me sacó del mundo paralelo donde me había zambullido ̶ entre las callejuelas del casco viejo de
esta bella ciudad, siguiendo al detective Rebus, una vez más, tratando de
averiguar si realmente se trataba de un héroe o al final sucumbía, cual sucio
villano, a los encantos y tentaciones de la otra ciudad oscura, dura y
peligrosa que se esconde en las sombras, lejos de las miradas ingenuas de
turistas y estudiantes de Erasmus ̶ ,
sin embargo no puedo concretar lo que fue, tal vez un gesto, una sonrisa
tímida, de esas que siempre quedan a medio camino, quizás sus altos pómulos, o sus ojos, grandes, inteligentes, con ese
brillo especial que denota juventud. Tal vez fueron sus maneras, educadas,
delicadas, como temiendo romper algo, tirar una taza, molestar a los demás, atraer
miradas ajenas. Algo me hizo fijarme en ella y en su compañera, forzando mis
ojos a abandonar por un momento las líneas que hablaban de miseria y muerte,
para contemplar dulzura y belleza.
Su pelo de color caoba apenas rozaba sus hombros, llevaba
unos pendientes colgantes con unos pequeños brillantes en el extremo, mal
conjuntados con un discreto collar, lo que me hizo pensar que tal vez fuesen un
regalo de alguien especial. Vestía unos pantalones de hilo fino, color beis,
con una blusa de seda que dejaba entrever un busto pequeño, un delicado fular
añil cubría su cuello. Poseía un cuerpo de huesos largos, de alta estatura, que
añadía un toque de torpeza a su imagen, que provocaba cierta ternura, como si
fuera una jirafilla recién nacida, aun tambaleante y temblorosa. Sus dedos,
finos y largos, jugueteaban nerviosos con el salero mientras hablaba con su
amiga, a la cual miraba como se mira a un ídolo, o a la persona que te ha
robado el corazón, el alma y el sueño. Charla de manera apresurada, como
queriendo decir todo en un breve espacio de tiempo, su voz algo grave, sensual
como un contrabajo, voz de locutora de radio nocturna.
La amiga, también muy
joven, vestida más acorde a su edad, vaqueros, camiseta, deportivas, la escucha
con paciencia, la sonríe, acaricia su mano. Cogiendo el menú se lo
ofrece, invitándola a que sea ella la que elija sus manjares matutinos, piden
tarta especial, chocolate caliente con marshmallows
flotando. Ríen como las chiquillas que son, ante tal atracón de amistad y azúcar.
Descuidadamente se despoja del fular, juguetea con él
entre sus manos, lo deja en el asiento, a su lado. Entonces es cuando me fijo
en su cuello despejado, delgado, con una nuez que destaca más de lo que su
portadora deseara. Al caer en la cuenta rápidamente bajo mi mirada, con
vergüenza pueblerina, y sigo leyendo las andanzas del famoso policía escocés.
Acabado mi café hace rato, coloco el señalador de página,
meto el libro en mi pequeña mochila y me dispongo a abandonar el bar. Antes me
agacho a recoger el delicado fular, que resbaló discretamente al suelo, y se lo
entrego. Me dedica una tímida sonrisa, temblorosa ante la amabilidad del
extraño, dice ‘cheers’ con su ronza
voz. Su voz sensual de contrabajo, de locutora de radio nocturna. Su voz de muchacho con alma de mujer.