Retorné de nuevo al pasado. Recorrí las callejuelas del
casco viejo de la ciudad que me vio nacer, Logroño. Entré en esos bares que
tantas risas y broncas me trajeron. Busqué retazos de recuerdos de chicas, las
cuales tantos sueños me vendieron y tantas lágrimas me regalaron. En esta
ocasión, decidí adelantarme al destino. Ganar la partida a esos fantasmas que
resucitan últimamente a mi alrededor –despiertan, debido al ligero clic
clac producido por mis dedos sobre el teclado ̶ . De esta manera, decidí quedar con una de las
personas que fue testigo de mi escapada inicial, de mi huida hacia adelante, de
mi salto a cazar dragones. Volví a quedar con mi amiga Lucía, como tantas otras
veces.
Nos citamos en el bar Parlamento, en día de clase, secretamente deseando ver a
algún grupo de unedianos, cargados de
libros, risas y sueños, como lo fuimos nosotros en aquel lejano 2002. Siguiendo
nuestro viejo ritual cuasi sagrado, pedimos dos cervezas Heineken, en botella. Verdes,
como renovadas esperanzas; heladas, como amaneceres en soledad; con sus golletes
coronados con servilletas de papel, como sendos claveles rojos, marchitos a
causa de la nostalgia; servidas por un joven camarero, con rastas en el
cabello, que no encajaba en la película de mis recuerdos. “Jorge, te haces
viejo”.
Nos acomodamos en el piso de arriba. En nuestra mesa de
antaño, junto a la balconada, oyendo la música entremezclada con altas voces y
risotadas provenientes del piso de abajo, gritos en la calle, y el ligero y
húmedo chasquido de los besos de una pareja de mocetes en la mesa de al lado.
A las dos primeras cervezas siguieron otro par, o tal vez
un par de pares. Quién sabe. El alcohol se olvida cuando se ingiere en buena
compañía. Cuando lo de menos es el acto de beber, ensimismados en recordar y
tratar utópicamente de recrear aquella atmósfera mágica y, por supuesto, irrepetible.
Volvimos a pasar lista a nombres, cotilleos, matrimonios, hijos y escarceos.
Cuanto más conversábamos, más profundo se hacía el acantilado abierto por los
años. Más lejos quedaban aquellas noches, aquellas birras, aquellos sueños.
Me despedí de Lucía con dos besos, una sonrisa y un
abrazo. Un tanto confuso y aturdido por el viaje al pasado. Siempre me ocurre,
pero la niebla que invade mi mente es cada año más espesa. Me sorprendí
preguntándome qué habría sido de mí, si me hubiera quedado. Si la vida me
hubiera sonreído al lado de Lucía, o de Lorena, o de Silvia,… o de ella. Tal vez ahora tendría un bonito
quinto piso, con ascensor y balcón a la
Gran Vía; un fiel y tonto pastor alemán que dejara el sofá de piel perdido de
pelos; 2,5 hijos pidiendo que les comprara la Pay Station 8.0 o el último modelo de zapatillas deportivas Noke, con luces antiniebla en las suelas
y aire acondicionado incorporado; una hipoteca claustrofóbica y un trabajo de
renombre y requeteaburrido.
O tal vez fuera feliz.
La vida es un cruce de caminos constante. Nunca sabremos
qué hubiera sucedido si en lugar de un ramal hubiésemos elegido el opuesto.
…
Yo elegí el desvío hacia el norte, el que me llevó a
aquel diciembre de 2003, a aquel extraño trabajo en un hospital que no parecía
un hospital. Donde continuaba limpiando habitaciones, preparando tés y tostadas
para los ancianos, riendo con las charlotadas de Tobbie y volcando mis sueños
en viejos cuadernos de escuela.
En mis días libres acudía religiosamente al Café Merlin
en Morningside. Un lugar amplio y acogedor donde se servían cafés y comidas de
día, y el cual se transformaba en disco-club de noche, con portero-gorila
incorporado. Pedía un capuccino,
sacaba el cuadernillo y el boli y continuaba el relato de las andanzas de aquel
crío tímido de apenas doce años. Interno en un colegio de frailes capuchinos (¡anda
mira, como el café que tomaba!), donde acaecían extraños sucesos camuflados en
la apacible rutina colegial. En aquel mágico Valle del Baztán, rodeado de
bosques y vacas, donde las historias y leyendas sobre brujas, fantasmas y
duendes cobraban un significado especial. Un significado palpable, húmedo y
frío.
Pero tal y como les conté al principio, en esta ocasión
nuevamente me adelanté al destino: También visité el viejo valle, el obsoleto, descascarillado
y semi-abandonado colegio, el encantador pueblo de Elizondo (aunque no vi a
Koldo), y las pequeñas localidades vecinas.
Un viaje en el tiempo.
Esta vez aproveché al máximo el carburante de la
nostalgia, a bordo de un imaginario y destartalado DeLorean, serpenteando por aquella
vieja y empinada carretera, con gran excitación y un ligero temor de despeñarme
por aquellos verdes y profundos barrancos de la añorada infancia.