La normalidad de la convivencia civilizada regresó a mi
vida. Llevaba ya un par de meses en mi nueva residencia ubicada en una callejuela
adyacente a Morningside Road. Era un pisito de los que yo califico como
normales, ni cutre ni tampoco impresionante. Un piso del montón, como los hay a
centenares en Edimburgo, con su moqueta dominando el terreno, sus habitaciones
de tamaño mediano –no esos aposentos amplios como mini-estadios de fútbol y con techos
altísimos que poseen las viviendas
antiguas− su baño con ducha eléctrica, su jardín en zona común y su par de
pequeños roedores que dan vidilla a la estancia.
Morningside es una zona acomodada de la ciudad. Casas
señoriales, tiendas especializadas en productos orgánicos y finas delicatesen, pescaderías atrayentes (si
ustedes conocen Edimburgo me entenderán), queserías, vinotecas, supermercados,
heladerías italianas y cafeterías de estilo continental e incluso zonas verdes
colindantes. Además el nuevo piso me pillaba a tiro de piedra del hospital
donde trabajaba y a escasos metros de una apacible biblioteca. ¿Qué más se
puede pedir! Obviamente es un área costosa, pero si quieres calidad debes pagar
el precio.
Me recordaba mucho a mi nidito de Ashley Terrace. Fue
como regresar a La Tierra tras haber estado explorando planetas extraños;
volver a compartir techo con un número finito de personas –dos, esta vez− que
llevan una existencia normal: desayunan, trabajan, limpian, conversan, cocinan,
ven la tele y dicen ‘good night’
antes de irse a acostar a una hora decente. Atrás quedaron los punkies, las
gabachas escotadas y provocadoras (mi mente calenturienta, no crean), los
vampiros, los caseros adictos al olor del cash
y alérgicos a los contratos, y los inquietantes dobermans. También quedaron atrás personajes
entrañables –como Koldo− pero no se perdieron en la niebla del olvido, ni en la
oscuridad de la indiferencia. Mantuvimos un contacto sano y civilizado, incluso
él fue quien me echó un cable con la nueva mudanza (más tarde le devolvería el
favor yo, guardándole numerosas cajas mientras él buscaba nuevo alojamiento).
Confieso que eché en falta su vitalidad, su alegría por estar vivo, sus sueños,
su positivismo. Tanto le añoré que un día llené una bolsa grande de basura con
cascos de vidrio, de diversos colores, me la eché al hombro y recorrí millas y
millas buscando un punto de reciclaje donde arrojar tanto cristal, a modo de pequeño homenaje al gudari navarro.
Y ella, tal vez por asociación, abrió el cajón del
recuerdo de Rachel en la cómoda de mi
memoria. Ella era Juliette, mi nueva compañera de penas y alegrías domésticas.
Una joven de origen sudafricano y alemán, que había pasado media vida en Reino
Unido. Juliette era maja, como decimos en mi pueblo. Una chavala sencilla,
humilde y trabajadora (de las que me recomendaba mi madre). Con ella recobré la
sensación tan agradable de compartir cafés, confidencias, risas y sueños.
Incluso alguna que otra peli-manta, como aquella tarde oscura y lluviosa en la
que vimos por enésima vez Titánic, degustando una taza de té caliente con
pastas de mantequilla, bajo el cálido edredón, mientras el pobre Jack moría de frío, amor y estupidez.
La tercera persona en discordia era un chico algo más
joven que yo. Afortunadamente no se asemejaba en nada a aquel innombrable que
causó mi ruptura con la linda escocesa en Ashley Terrace. Rolf era un noruego de buena presencia y maneras intachables. Se mostraba recatado y limpio como una
damisela de novela rosa. Dejaba la cocina y el baño como los chorros del oro
cuando le tocaba su turno de limpieza. Padecía una intolerancia al gluten, lo
que le impedía comer pan normal o de molde y otros alimentos como la pasta. Se
hacía su propio pan, mezclando unos ingredientes especiales y horneándolo en un
pequeño electrodoméstico de la cocina. Esta operación dejaba un olor desagradable
por toda la estancia, al menos para mi refinada pituitaria. Sin embargo era un
buen sistema de localización del individuo. Me explico, sabías si Rolph se
encontraba en el piso según abrías la puerta: olorcillo extraño en el ambiente
(in), ausencia de aroma enrarecido (out).
Pero era buen chaval, Rolf. Formal, comedido, educado. Lo contemplo ahora mismo, con
los ojos de la memoria, ahí de pie junto a su hornillo, sacando el pan con
delicadeza y maneras femeninas, partiéndolo con cuidado, depositando las
rodajitas una a una en su pequeña cesta, deshaciéndose de las migajas adheridas
a sus manos con un movimiento fino, de fricción de sus dedos hacia abajo, como
hace el sacerdote tras partir el Pan sagrado, sacudiendo suavemente los últimos
restos pegados a sus dedos, depositándolos sobre el vino dentro del Cáliz, para
después beber la mezcla.
Ya ven ustedes, de convivir con busconas franchutes y criaturas de la noche pasé
a vivir con una romántica incurable y un nórdico seminarista.