Tal y como les conté, las prisas
no son buenas consejeras a la hora de buscar piso. Pero a veces te ahogas.
Estás solo en alta mar. En un naufragio nocturno. Todo es oscuridad y frío a tu
alrededor. Olas de infelicidad saladas, como lágrimas, que rompen en tu rostro.
Remolinos de ansiedad que intentan arrastrarte al fondo. Entonces lo primero es
encontrar una tabla, un trozo de madera, un salvavidas que te permita recobrar
el aliento. Que te mantenga a flote hasta alcanzar la orilla. Aquel cutre-piso
fue mi tabla salvavidas.
Desde el primer instante que
entré en el piso, supe que mi estancia sería de corta duración. Lo había
encontrado por medio de una pequeña nota: “Flatmate
wanted” en el tablón de anuncios de un famoso café llamado Elephant House,
con vistas al Castillo de Edimburgo, donde tantas horas gratas pasé en mis
primeros años. Un lugar bohemio y tranquilo, de grandes mesas compartidas,
donde el tiempo carecía de importancia. Donde acudías a charlar, a leer, a
escribir, o a soñar con princesas y dragones, rodeado de locales gentiles y
turistas curiosos –sobre todo japoneses buscando retratarse donde dicen, las malas
lenguas, nació Harry Potter−. Actualmente es un café-museo con precios
desorbitados, donde lo único que se busca es explotar al máximo la ganancia por
metro cuadrado. La magia que poseía ha sido devorada por la avaricia humana. La
crisis no entiende de romanticismos.
Recuerdo aquel primer día que fui
a ver el piso. Un edificio antiguo, de tres alturas, acabado en torreta, en
Forrest Road. Justo encima de un café Starbucks.
Situado frente al inmenso parque de los Meadows –los pulmones verdes de
Edimburgo−. Llamé al portero automático. Me respondieron un escueto “¿Sí?” –así, en la lengua de Cervantes−.
Pensé: “¡Mierda! Jorge, es un piso de españoles”, (por aquel entonces todavía
me hallaba yo esquivando compatriotas, por aquello de doctorarme en el idioma
de su Graciosa Majestad).
El portal era amplio y lúgubre. Me
paré un instante, para que mis ojos se adaptaran a la escasa luz. Olía a una
mezcla de lejía barata y orín de gato. Subí los anchos escalones de piedra,
redondeados por el desgaste. Estaban limpios, cosa que me llamó la atención
(algo no corriente en este tipo de edificios). Era el último piso. Llegué
resoplando, casi jadeando (demasiadas chips,
para tan poco jogging). La puerta estaba
entreabierta. Me dio apuro entrar y llamé con los nudillos. Unos pasos se
acercaron. Al fin, una chica se asomó. Hubo un momento de incómodo silencio. Los dos sorprendidos, por la coincidencia:
− ¡Hombre, eres tú! - exclamó ella.
Edimburgo es un pañuelo, de cuadros escoceses -pensé-. Era una chavala de mi clase.
Morena de pelo rizado, bajita, con ojos grandes y verdes. Madrileña, tenía
nombre de Virgen y actitud arisca de camionero quemado. O al menos en clase.
Discutíamos a menudo y el rechazo era mutuo, mas siempre disfrazado con la capa
de las buenas maneras y la diplomacia. Aunque alguna vez nos la quitamos, e
intercambiamos algún improperio de baja intensidad. Pequeños asaltos
dialécticos, felizmente interrumpidos por la imaginaria campana de Wendy
–nuestra encantadora profesora irlandesa−: “¡Dong,
dong!”.
Me explicó que eran ellos los que
dejaban la habitación anunciada (suspiré con tal énfasis, que me temo la
muchacha lo advirtió). “Ellos” eran ella y su novio. Un chico vasco de la otra
clase. Un tipo agradable y tranquilo, con el que me llevaba bien. Tal vez fuera
porque poseía toda la sensatez que le faltaba a su chica.
La habitación era doble. Enorme.
La cama no era de matrimonio, sino de dos matrimonios (en ella un trío se
hubiera sentido frío y desangelado). Había suficiente espacio para todas mis
cajas, para una mesa, una silla e incluso podría haber instalado una sauna y un
jacuzzi. El ventanal era amplio y
curvado. Sin persiana, como es habitual por estos lares, pero con unas gruesas
cortinas de terciopelo rojo. Concediendo una magnífica vista a los Meadows,
(¡me encontraba dentro de la torreta!). Dije que sí, casi sin pensarlo.
En la habitación de al lado,
incluso mayor que la mía, habitaba una chica francesa. Pequeñita, pechugona y
escotada a la manera local. Simpática a primera vista (o tal vez fuese que se
me iba dicha vista). Otro de los cuartos era ocupado por una pareja de
ingleses, chico y chica. A estos a penas los vi, en toda mi estancia. Por
último, otra room daba cobijo a un
chico navarro que se definía más vasco que el mismísimo Arzalluz (pero yo en
politiqueos no entro). Este personaje dará más que hablar, en este humilde
conjunto de relatos. Buen chaval, pero más perdido que la mamá de Marco.
Pero lo cierto es que fue tal, el
constante ir y venir de personas,
personajes y animales en aquel cutre-piso, que nunca estuve seguro de quien
eran los auténticos inquilinos, con los que yo trataba de convivir. Por
supuesto, no firmé ningún tipo de contrato. El casero era un paquistaní
cincuentón, con cara de haber sido muy golfo en su juventud, tan sólo
interesado en el fajo de billetes cobrado religiosamente cada mes. Acudía
puntual y raudo el día de cobro, sin embargo se encontraba desaparecido en combate
cada vez que se estropeaba el calentador de agua del baño. Pero estos pequeños
detalles los iría descubriendo durante los días venideros.
Al menos, había agarrado mi
tablón salvavidas y poco a poco pataleaba para alcanzar tierra firme.