lunes, 30 de octubre de 2017

F94 - Una camisa color salmón (diciembre 2004)

No existe peor sensación que la incertidumbre, no saber dónde vas a acabar, no conocer con quién compartirás tus próximos días, meses, años, ignorar cuándo vendrá la próxima curva cerrada o la siguiente plácida y larga recta, en esta gris y extraña carretera a la que llamamos vida. ¿Mas quién quisiera conocer de antemano que sucederá mañana, el próximo mes, el año que viene? Nadie. Tal conocimiento arruinaría por completo la magia de nuestra existencia, el misterio intrínseco a nuestro ser.

Aquellos fríos días de diciembre eran una pantalla en blanco − donde el cursor parpadeaba sediento de caracteres− llena de posibilidades, de miedos y de esperanzas, de intrigantes relatos o de bazofias insufribles. ¿Saldré indemne de este agujero? ¿Conseguiré un gran trabajo? ¿Me encontraré, por fin, con la chica de mis sueños? ¿Dejarán de reponer, constantemente, las trescientas cuarenta y cinco temporadas de Friends?

La vida era y sigue siendo un puro misterio. ¡Un sin vivir! Algo maravilloso.

Cristina continuaba ayudándome, aportando ideas, proporcionando innumerables enlaces de internet y anuncios varios (Echa un vistazo a esta vacante. Mira, salieron nuevos cursos en el Stevenson College. Necesitan camareros en la  Royal Mile. Una amiga trabaja en un call centre, ¿quieres que le pida una Application Form?). Seguir su ritmo resultaba agotador. Yo siempre tuve un motor diesel. Me cuesta arrancar, calentar, rodar, y finalmente acelerar. Cris funcionaba a base de pura gasolina de ochocientos cincuenta octanos, con plomo y aditivos. Un sonriente coctel letal para el medio ambiente. La semana pasada acudí a George Street a echar un vistazo a una de sus sugerencias para mí. Una vacante en una tienda con un extraño nombre: Assessorich, que resultó dedicarse a la venta de bisutería de cara apariencia, y complementos algo ridículos para jovencitas o maduritas de escaso gusto. Hace un par de días, entró como una exhalación en el living room, donde me encontró despatarrado en el sofá, viendo por enésima vez el primer capítulo de los amigos del Central Perk –I was on a break!, como gritaría el bueno de Ross− arrojando un sobre, grueso, tamaño folio, sobre la mesita de café. La British Airways se encontraba en periodo de reclutamiento. Necesitaban urgentemente candidatos para personal de cabina. Los requisitos habituales: don de gentes, manejo de al menos dos idiomas, buena presencia (aunque esto lo intuyes, más que lees), flexibilidad de horarios, disposición para viajar (obviamente, el avión no se limitaría a dar vueltas rodando por las pistas del aeropuerto), etc. Una sonrisa tontuna se dibujó en mi rostro, me imaginaba rodeado de bellezas exóticas e internacionales, con esas blusitas y pajaritas y gorritos, yo deslumbrante con mi uniforme impecable, mostrando a los inquietos pasajeros las puertas de emergencia, estirando los brazos con perfecta simetría y coordinación “dos en la parte central, dos en la parte trasera de la aeronave”, mientras mis compañeras hacían lo propio, sonriéndome con lujuria contenida…

−¡Jorge! ¡despierta, que estás en el limbo, hijo!, y cierra la boca que pareces Homer Simpson frente al escaparate de una pastelería.
            −Ehh
            −Digo que si te apetece “aplicar” al puesto. Yo lo voy a hacer.

             Así que dediqué las siguientes horas de mi desocupada vida a rellenar innumerables cuestionarios, con el objetivo de pertenecer a la gran British Airways. A ganarme mis Alas. ¿O eso sólo sucede con los pilotos?

...


−Cris, me han llamado para una entrevista.
−¡Siiiií! – sólo le faltaron los saltitos y aplausos, pero no era su estilo, afortunadamente − ¿La British? Qué suerte, a mí no.
−No, para un trabajo como guía turístico, en el castillo de Craigmillar, pero no sé si yo…
−¡Pues claro que sí! ¡Serás un guía maravilloso! –dijo, de carrerilla.

Su positivismo y fe ciega en mi persona me producían una confusa y placentera sensación de vértigo y sosiego.

−Eso sí, arréglate un poco para asistir ¡eh! –añadió, no pudiendo reprimir la pequeña puya.
−Sí, mami –contesto, mirando mis baqueteados vaqueros y la camiseta negra, veterana de mil y una batallas, impresa con la leyenda “Ama y Ensancha el Alma”, de Extremoduro.

            Dediqué el resto de la semana a investigar y preparar la entrevista. Página web del castillo, visitas a tiendas turísticas y agencias de viajes locales. Deseaba empaparme de la historia y leyenda de aquel mágico lugar. Averiguar incluso dónde Mary Queen of Scots ocultaba sus joyas y su dorada corona. Explorar virtualmente los vericuetos por donde vaga su fantasma.

            La víspera del día C (Castle Day), decidí acostarme temprano. Deseaba encontrarme fresco y despierto para la entrevista, a las diez de la mañana. Cristina tenía turno de noche y el silencio se había adueñado de nuestro pequeño piso. Incluso la tele callaba. Tras lavarme los dientes, me acerqué a mi pequeña cama, donde me esperaba el cálido pijama bajo la almohada. Al encender la lámpara auxiliar, reparé en un objeto sobre el edredón. Era un pequeño paquete no muy grueso, cuyo envoltorio era de un festivo color rojo, con plateadas estrellitas brillando por doquier (probablemente papel de regalo previsto para las cercanas Navidades), y un pequeño post-it, amarillo, sobre el que se leía un corto mensaje, de escritura redondeada y femenina: “Go for it! You can!”, abrí con incomprensible delicadeza aquel presente, sonriendo al imaginar a Cristina preparando tal sorpresa. Era una camisa, una camisa de color rosa claro, delicada al tacto, con una corbata de un color azulado que combinaba de una manera que yo nunca hubiera imaginado. Por curiosidad, giré la pequeña nota amarilla, y leí divertido: “Antes de que digas nada, que te conozco: no es rosa, es color salmón. ¡Suerte y a por ellos. xx!”





domingo, 1 de octubre de 2017

F93 - Divinas carcajadas, (noviembre 2004)

La incertidumbre flota a mi alrededor, me envuelve como un perezoso banco de niebla densa. Su luminosa opacidad me ciega. Me contemplo a mí mismo encarando las siempre temidas Navidades –ya visibles, por doquier, los miles de coloridas luces, las innumerables decoraciones, las almas risueñas zapateando la ciudad, hipnotizadas, en busca de una perdida felicidad en forma regalo− tirado en la calle, arrojado a su suelo de grises y húmedos adoquines, como un personaje en una novela de Dickens. Sin trabajo, sin ingresos, con apenas unos pocos ahorros, con una renta y unas facturas imposibles de abonar.

Dios aprieta, pero no ahoga, afirman aquellos que dicen conocer Su palabra, o la sospechan, la imaginan,  o quizás directamente la inventan. Trato de consolarme con el dicho popular, con las viejas enseñanzas religiosas impartidas por esos buenos frailes encapuchados que guiaron mi primera adolescencia.

Pero, ¿cómo escapo ahora de esta nube en la que yo mismo me metí? ¿Por qué hice caso a terceras personas? ¿Por qué no permanecí al resguardo del Hospital Sin Sangre, con mis viejitos, sus tostadas con kilos de mantequilla, las bromas y charlotadas de Robbie, la tímida sonrisa de mi dulce Sally?

Dios aprieta, pero no ahoga. Ante la adversidad, el jefe del tinglado puso a mi lado a Cristina, mi fiel escudera, mi compañera de piso, de pie con unos papeles en la mano, su baja mirada dirigida en mi dirección, el amplio sofá de nuestro increíble living room en el que me hayo sentado. Todavía no puedo creer que estemos viviendo en un piso nuevecito, con su fina madera y sus blancas e impolutas paredes (cuya renta pronto ya no podré continuar pagando, a pesar de no ser en absoluto cara).

 Jorge, tienes que aplicar a todo lo que se mueva –me dice, con su cantarín tono montañés, usando el palabro tan común en nuestro cotidiano Spanglish.
  I know, Cris.
 Mira, te he preparado una pequeña lista de vacantes que encontré, para que vayas empezando. ¡Has de ponerte las pilas, que te veo muy vagoneta! –me reprende, utilizando otro de sus palabros favoritos.

Contemplo la interminable tabla de puestos laborales vacantes, voluntariados y cursos académicos que se suceden en aquellos folios, recién impresos. Sonrío sin poder evitar una admiración rayana con la idolatría. ¿Cómo lo hace esta chica? ¿de dónde saca tanta energía?

Cristina aterrizó en la bella Edimburgo con una abultada maleta de ruedas y una meta en su cabeza: medrar. Dispuesta a sacrificar lo que hiciera falta por mejorar, ascender, no conformarse con las migajas que nos repartíamos los españolitos de turno, en esta ciudad hermosa, mágica, romántica a más no poder, pero al mismo tiempo gris, dura e inhóspita para el forastero. Cristina, siempre friolera, quejándose de la basura de clima que nos tocaba soportar, pero con una sonrisa, una gracia o una de sus expresiones astures. Cristina, con su voluntad de hierro, su tenacidad y pundonor, sus genes inconformistas, su coraje y dedicación absoluta a su objetivo. “Ya descansaré cuando me muera”, dice entre divertida y resignada, como si en su más profundo interior supiera con certeza que su fecha de caducidad se encuentra grabada en la tapa de yogur del destino. Imborrable, inmodificable. Cristina, capaz de levantarse a las tres de la madrugada, café solo de kettle en mano, para dejarse las pestañas estudiando el curso de turno, o dominar el ruso –idioma de su noviete, al cual va a visitar cuando la economía y el trabajo se lo permiten− para después acudir al colegio, para perfeccionar su inglés, tan trufado de modismos e inventos caseros como el de todos nosotros, los inmigrantes latinos, para finalmente incorporarse a su puesto de trabajo, ya sea turno de tarde o nocturno. Y de nuevo, al día siguiente, vuelta a empezar. Con su misión por bandera: mejorar, subir un peldaño más, escapar de ese tercer escalón donde el resto de españolitos nos encontramos atascados, parados, conformes. Año tras año, nosotros, a la espera del milagro que no llega. Ese puesto laboral que nos libere, nos engrandezca, nos llene el alma de satisfacción, orgullo, y de dinero fresco la bolsa. Dios aprieta, pero no ahoga. Nos decimos, convencidos de que algún día llegará nuestro momento. Sentados en el sofá, mientras de pie, con el puño en alto, Cristina grita aquello de “¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!”.

 Dios aprieta, pero no ahoga, afirman aquellos que dicen conocer Su palabra, o la sospechan, la imaginan,  o quizás directamente la inventan.

Cristina me contagia su energía, su entusiasmo, su poder. Bolígrafo Bic-cristal-escribe-normal en mano, me lanzo a rellenar application forms como si no hubiera un mañana. Entusiasmado, febril, con una extraña sonrisa en mi rostro, rozando la enajenación mental transitoria a medida que crece la pila de documentos a mi lado. En cada nueva solicitud, otra vez a repetir lo mismo. Toda tu vida. Es algo tedioso, cansino, insoportable: datos personales, datos académicos, datos sobre raza y religión (¿para qué carajo necesitan conocer mi raza?), más datos académicos, historial laboral, historial penal, hobbies y aficiones, intereses, preguntas retorcidas y bobaliconas: ¿por qué ha elegido usted nuestra empresa? (por la misma razón por la que elegí las otras ochenta y ocho compañías, pienso divertido y cansado, mientras relleno el espacio con elogios y admiración hipócritas y absurdos). ¿Por qué habríamos de elegirle a usted, entre los cientos de aspirantes? (porque soy el más chulo y el más guapo, vuelvo a fantasear). Cientos, dice el tipo que ha redactado esta solicitud de empleo. Cientos la de papelitos que he rellenado yo en las últimas semanas, influido por la energía desprendida por Cristina. Cientos de solicitudes, rellenadas, entregadas. Con sus consiguientes respuestas negativas, o sus no respuestas.

Dios aprieta, pero no ahoga. Dicen aquellos. Trato de creerlo, de tener fe. Tras días pateándome la ciudad, entregando esas absurdas solicitudes, llenas de palabras, números  y sueños. Me hallo agotado, sentado a la mesa grande del living, el Bic con su tinta marcando ya la señal de la reserva, decenas de papeles, certificados y agendas abiertas a mi alrededor (siempre fui un desastre para el orden y la organización), la mug con un par de dedos de café ya frío, el enésimo tomado, un plato lleno de pringosos envoltorios de magdalenas (¡mi dieta al carajo!), sudoroso, febril, el bolígrafo resbala en mi temblorosa mano, más datos académicos, más detalles personales, más preguntas estúpidas. Contemplo la cuestión, la leo, la releo, una y otra vez, mi mirada velada, lejana, la sonrisa extraña vuelve a mi rostro, rozando ya la enajenación mental permanente, tras dos mil quinientas cincuenta y siete solicitudes –o más− rellenadas, con tinta, sudor, sangre y lágrimas. Lágrimas de risa de profesor chiflado. Una risotada violenta que hace temblar todo mi cuerpo jajajajá mientras relleno la última cuestión, de la application form para un puesto de camarero (¿camarero otra vez, Jorge? ¡tú estás fatal!) en un pub/cafetería/restaurante/sala de baile/salón de juegos del centro, el Bibliotech´s.

P: ¿Qué motivo le ha llevado a usted a elegir nuestro local como posible lugar de trabajo?
R: El de poder contemplar, de cerca, a sus camareras, las cuales poseen una belleza indescriptible, inalcanzable, etérea, rozando la divinidad.

A día de hoy todavía espero una respuesta por su parte, un ¿Puede usted acudir a una entrevista?, un Lo sentimos mucho, no se adapta al perfil que buscamos, un ¡Váyase usted a la mierda!

Por un breve momento, un instante, Dios deja de apretar, incapaz de contener la risa, contemplando a esta pobre y alocada criatura.


domingo, 27 de agosto de 2017

F92 - Una frase, un disparo (y II) (noviembre 2004)

Me quedo petrificado. Los pies no obedecen la orden que envía mi cerebro, al menos por unos interminables segundos. ¿He entendido bien la frase, o mi bad listening está haciendo de las suyas de nuevo? El repentino ruido de una copa estrellándose contra el suelo, junto a las risas que lo acompañan, provenientes de una de las mesas del fondo, me sacan de mi ensimismamiento. Luna gira su encantador cuello, su nuca fresca y despejada, gracias a una especie de moño moderno, sujeto con largos palillos similares a los usados en los restaurantes chinos, incluso llevan impresos unos pequeños caracteres en un idioma oriental. Me mira desde la distancia eterna que va abriéndose entre nosotros, mientras yo trato de alcanzar al Hombre Tranquilo, el cual hoy parece tener algo de prisa. Me mira con esos ojos que brillan, que saben pero no conocen, que intuyen pero dudan. Acompaña el gesto levantando un poco su delicado rostro, frunciendo ligeramente el ceño: ¿Qué sucede, a dónde vas, por qué me abandonas en plena batalla? Respondo desde la otra orilla del inmenso lago que crece a cada instante entre nuestras almas, mediante señales confusas, encogiendo brevemente mis hombros, esbozando una sonrisa que queda a medio camino. Tratando de enviar un mensaje de confianza, de apoyo, de tranquilidad, desde mis ojos confusos, empañados por una fina y absurda lámina de agua: Tranquila, mi dulce compañera, no te abandono, no me distancio, no te dejo, en la batalla pienso en ti. No quedes triste al otro lado de este océano que algún malvado ser desparrama entre tú y yo.

Luna, mi linda y divertida Luna. Que no es mía, sin dejar de serlo. Esa Luna que desde el primer día compartió sus propinas conmigo, pues yo, en mi condición de aprendiz, carecía de derecho a ellas. “Jorge, tú curras como curro yo, esto te pertenece”. Me dijo, cerrando mi puño, con sus delicadas manos, que envolvía unas cuantas monedas y un billete de cinco libras, como si yo fuera un niño pequeño, incapaz de sujetar mi primera paga. ¿Cómo se puede decir tanto con una sola frase? ¿Cuándo un verbo tan simple, tan castizo, significó tanto calor, tanta firmeza,  tanta nobleza?

Sigo a Brian por un largo pasillo. Mis inmaculados zapatos amortiguados por la gruesa moqueta. Cuadros, que parecen buenos, adornan las pareces a ambos lados. Al fin llegamos a la oficina. Hay tres personas en su interior, dos mujeres sentadas al otro lado de una larga mesa y un sujeto de pie, junto a la puerta. “Si el tipo de la puerta se sienta junto a las señoras, esto va a parecer el tribunal que juzgó al Lute”, pienso absurdamente.

        Hola Jorge, ¿cómo estás?, toma asiento, por favor. – dice de seguidillo la señora de la derecha, marcando territorio. Claramente la que manda, la Thatcher, Hazel, la Tiesa. La otra mujer que la acompaña es una manager que me suena de vista, de la cual ignoro su nombre.

        Bien, gracias – contesto como un borrego, sentándome frente a mis jueces.

        Jorge, consideramos que has realizado un gran esfuerzo, pero lamentablemente hoy es tu último día de trabajo. No te preocupes, te abonaremos también el salario por el resto de la noche. Ahora Steven te acompañará al vestuario, donde tras cambiarte entregarás el uniforme, el abrebotellas y la llave de tu taquilla asignada.

        Pero… yo… ¿por qué? ¿hice algo indebido? ¿captaron las cámaras algún comportamiento no aceptable?

        No, claro que no. Y ahora, si me disculpas…

De nuevo recorro el largo pasillo. La misma blanda moqueta, los mismos cuadros pero en el lado contrario. Me maldigo a mí mismo por no haber tenido el valor suficiente para mandar al carajo a la Tiesa, para exigir una explicación, para gritar una protesta, para golpear con mis puños la lujosa mesa. Transito el eterno mismo pasillo, pero ahora sigo unas espaldas distintas, más bajas pero más anchas. Fornidas bajo el oscuro traje. El Mafias me dirige, fiel como un perro de presa, a los vestuarios en la planta de abajo. Caminamos en silencio. Recorremos la milla verde hacia la silla eléctrica. Bueno, quizás exagero un poco.

El vestuario.

Steven, el Tipo Duro, abre la puerta, sujetándola me cede el paso. Entro con la cabeza alta, negándome a mirar al maldito suelo. Steven entra tras de mí y se queda junto a la puerta.  Abro mi taquilla. La número siete, recordando la lejana sonrisa que me produjo tal número cuando me fue asignada. Siete: Juanito, Raúl. Ahora no sonrío. Me despojo lentamente de la blanca camisola, con sus feos, anacrónicos y absurdos botones grandes y plateados. Ya no tendré que volver a plancharla, me consuelo. Me quito la camiseta interior. Así, en pantalones, con los lustrosos zapatos aún puestos, y a pecho descubierto, me giro y exploto:

        Mira, no tengo ni idea del motivo por el cual me estáis despidiendo, pero me toca mucho los huevos que estés ahí vigilándome mientras me cambio. No soy ningún ladrón. No voy a llevarme ninguna maldita percha escondida bajo la camiseta. ¡Además, ya tenéis la puta cámara haciendo el trabajo sucio, ahí arriba! – digo, señalando el negro artilugio en una de las esquinas del bajo techo.

Tipo Duro levanta la mirada del suelo, la dirige al frente hasta encontrarse con la mía. Sus ojos son fríos pero sinceros. Negros, chispeantes, carbón ardiente. Parece más mafioso que nunca. Ignoro si va a hablar o a soltarme una galleta.

Habla.

Me dice que tengo toda la razón del mundo para estar enojado. Que a él no le gusta lo más mínimo el papel que le ha sido asignado. De mirón, de vigía, de matón. ¿Jorge, acaso crees que yo disfruto, permaneciendo aquí, junto a la puerta, mientras tú te cambias de ropa? Otra frase que permanecerá en mi memoria para siempre. Más que la frase, su mirada. Sincera. Dolida. Rabiosa. Me dice que todo ese mundo de la hostelería de lujo es una mierda. “A shite”, usando el término escocés. Que cada día le gusta menos. Que la vieja está medio zumbada, pero que es la que corta el bacalao en este lugar. Que a él le gusto. Que me ha estado observando y reconoce mi esfuerzo y voluntariedad. Que los admira. Que no está de acuerdo con esta decisión. Que no lo tome como algo personal. Que esto no es para mí. Que no me están despidiendo, sino simplemente no escogiendo (mas no cuela… en medio de mi jornada). Que tanto él como Brian votaron a mi favor, pero que Hazel tiene  el poder de decidir. Que ha visto como, esa señora, ha echado a la calle a auténticos profesionales. Mucho mejores que tú, Jorge. Recalca. Concluye con otra frase lapidaria. Otra frase inmortal. Otro hierro incandescente marcando mi memoria para siempre. Otro disparo.

            −Jorge, ahora no lo entiendes, pero te están haciendo un favor.

Tras acabar de cambiarme, con el uniforme metido en una bolsa de plástico que él me ha dejado (“Mejor llévatelo y lo lavas, así no te descontarán nada del sueldo”), me encamino hacia la puerta, sujetada por Steven para franquearme el paso. Al llegar a su altura, extiendo mi mano hacia él. Nos miramos por penúltima vez:

        ¡Ah, lo olvidaba, toma el puto sacacorchos!

Ni siquiera me permitieron despedirme de mis compañeros. Salí por el inmenso portalón principal, con sus voluptuosas columnas, en mitad de la noche, como un criminal. El gélido aire de Edimburgo logró lo que hasta ahora mi orgullo había impedido. Las lágrimas, gruesas y cálidas, surcaron mis mejillas.

Una semana más tarde, regresé al Templo, a entregar el uniforme impoluto y recién planchado. Nuevamente, por política de empresa, no pude saludar a mis ex – compañeros. Sin embargo, me fue comunicada una noticia, que me devolvió un poco la fe en el género humano: Steven había renunciado a su puesto de manager y abandonado el restaurante… por motivos personales.

Ahora sí entiendo aquella frase, Steven, ahora sí.




domingo, 20 de agosto de 2017

F91 - Una frase, un disparo (I) (noviembre 2004)


El tipo que maneja los hilos de todo este tinglado no tiene corazón. Le traen sin cuidado nuestros sentimientos, nuestra comodidad, nuestra felicidad. Él tan sólo se planteó, en su día, que no nos aburriésemos en este valle de lágrimas. Que nuestras vidas recorriesen las estrechas vías de una gigantesca e imposible montaña rusa. Ahora arriba acariciando las nubes, ahora abajo rozando el suelo. Ora a velocidad vertiginosa, otrora a ritmo de babosa embriagada. Supongo que todo depende de su estado de ánimo diario o semanal o trimestral, tal vez anual, vaya usted a saber. Así un día te da un suave empujoncito, amable, cariñoso, el cual te ayuda a avanzar por este valle de sonrisas, mientras que en otra ocasión te zancadillea guasón, divertido consigo mismo, o directamente te propina un empellón violento, cabreado con su propia creación, lanzándote colina abajo, rodando y golpeándote con las rocas, por este valle de alaridos. Todo depende del humor con el que despierte, el tipo que dirige este cotarro, cada día, mes a mes, año tras año, así hasta la eternidad, que se le debe de hacer larga, larguísima. Algo así como estar a dieta durante veintiocho días, sin ingesta de hidratos de carbono… o más.  No me extraña que el señor éste sí que se aburra. Las cosas como son.

Quién iba a decirme, que tras el terrible fiasco de Cardiff, a mi regreso me esperaría una llamada telefónica cordial, en la cual se me ofrecía un segundo trabajo, tan necesario para complementar el número de ceros en la nómina total en esta, mi querida, y a veces odiada, España, donde tanta gente firma contratos mensuales, semanales, incluso por unas pocas horas. Esta España donde te agarras a un contrato, sin importarte condiciones, horario ni duración. Un contrato donde contemplas la letra de tamaño normal de la misma manera que su infame letra pequeña. Ni la lees, tan sólo te limitas a estampar tu rúbrica. Una firma que te permite escapar, por una temporada, de los días interminables sin un empleo, de las largas colas del TIMEM, de los lunes al sol. La amable señorita al teléfono me ofrecía un puesto laboral que suponía un reto personal, que me permitiría mejorar el GPS interno tan defectuoso de fábrica, y al mismo tiempo demostrar mi valía y experiencia en las finas artes de la conducción deportiva. Es decir, repartidor de paquetes con una desvencijada furgoneta… quién iba a decirme a mí, que a pesar de afrontar con valentía y pundonor tal desafío, duraría menos tiempo todavía que en aquel lejano reto escocés a finales de 2004, entre mesas, comandas, platos y prisas.


Transcurría la velada del jueves, de mi tercera semana en The Temple, con más calma de la habitual. El escaso número de clientes, ya atendido y disfrutando de los sobrevalorados entrantes, nos permitía relajarnos un poco, charlar entre nosotros y compartir anécdotas y bromas que aceleraban el adormecido ritmo de las agujas del reloj. Todos en torno a Luna, alma, sonrisa y ojos de la fiesta, la cual contaba aventurillas con esa gracia sureña, usando la lengua de Shakespeare como propia, parrafada tras parrafada, sin importarle demasiado impregnarla con nuestro acento patrio, duro, con aristas. Al fin y al cabo la mayoría de nosotros proveníamos de otros países, salvo los supervisores. Camareros españoles, polacos y argentinos, cocineros franceses e italianos. De ahí que el uso rudimentario de la lengua inglesa no nos preocupara demasiado. Cada uno a su manera, imprimiendo el acento de su tierra, como si quisiéramos reivindicar nuestras raíces, nuestro origen, con orgullo, sin complejos ni maquillajes. Cómo si quisiéramos dar un puñetazo sobre la mesa, recordando a nuestros queridos anfitriones escoceses que la hostelería de este país funcionaba gracias a todos nosotros, con nuestros fuertes y bruscos acentos, pero con nuestra simpatía, buen hacer y trabajo duro. Dándoles ejemplo de una profesionalidad y diligencia que, en muchas ocasiones, brillaba por su ausencia entre los camareros y cocineros autóctonos.

La entrada de un nutrido grupo de personas puso fin a nuestro pequeño break. Luna y yo nos miramos, con complicidad, y nos dirigimos hacia los recién llegados para recibirlos con bonitas sonrisas, dándoles una cálida bienvenida –Luna− y recogiendo servilmente sus pesados abrigos –myself, en lengua cervantina: el menda−. Mas, en el último instante, Brian, el Hombre Tranquilo, se me acercó con sigilo de carterista veterano y con una sonrisa simplona en sus finos labios, la cual no alcanzaba a sus ojos de cervatillo acorralado, me susurró al oído, como si me estuviera chivando las respuestas de un examen final:

        Jorge, acompáñame a la oficina, por favor.

Tal frase sonó como un disparo en mi interior. Trayendo a mi memoria, de inmediato, el célebre comienzo de mi novela favorita, La Reina del Sur (Arturo Pérez-Reverte): “Sonó el teléfono y supo que la iban a matar”.

Y yo, como Teresa Mendoza, también lo supe.



(Continuará)

domingo, 11 de junio de 2017

F90 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (y X) (2-3 de junio 2017)


Carreras, gente llorando, móviles en mano. Se busca vuelo a alguna parte. Bristol, Cardiff, Londres, previo paso por Madrid, Barcelona, Santander. Pero nos hallamos todos todavía en Bilbao, en Loiu. Una auténtica locura, un despropósito. Busco un lugar más tranquilo, donde poder sentarme y pensar. La cabeza me da vueltas, el sudor comienza a empapar la segunda camiseta del día. El móvil resbala, en mis temblorosos dedos. Investigo, visito páginas de otras compañías aéreas. Los precios ocupan el lugar de nuestro desaparecido avión, allá por las nubes. Las combinaciones son quijotescas. A todo ello le sumo el pequeño detalle de la ausencia del mágico ticket en mi bolsillo, algo que parecía una gran desgracia va tornando en algo afortunado: ¿Cómo reclamas un dinero gastado en una entrada de fútbol, tal vez adquirida previamente en la reventa?

Razones climatológicas, dicen los encargados de darnos la patada en el aeropuerto. Son las amables azafatas que tratan, cada vez con mayor dificultad, de permanecer en estado de amabilidad. Algunos, a este lado del mostrador, no ayudan en tal empresa. Una excusa como otra cualquiera. Todos podemos contemplar el resto de aeronaves, en su constante trasiego por las mojadas pistas. Tal vez algo más lento, todo el proceso, pero no se aprecian grandes dificultades debido a la ligera lluvia y la poco espesa niebla. Y en Londres tampoco.

Mi mente novelesca, siempre conspirativa, me susurra otra verdad oculta: han cancelado varios vuelos a propósito. Algún tipo, con poder suficiente, ha pulsado el botón rojo de pánico. Cardiff está petao, como dicen ahora los chavales. No cabe ni un alma más. Ha sido invadida por hordas madridistas y juventinas. Muchísima gente se ha acercado a la aventura, sin entradas, sin alojamiento, al igual que yo mismo pretendía hacer. Alguien ha dicho basta. Esto se cierra o nos vamos a caer todos al mar. Estos locos italo-españoles van a arrasar nuestra pequeña ciudad. Dormirán en bancos, aceras y parques. Como filibusteros, apestando a vino y a ajo. Formarán marabuntas, imposibles de controlar. Y nosotros con un nivel 5 de alerta contra los malos. Nada, anulamos un vuelo por aquí, otro por allá, y así se descongestiona el asunto y ya afrontaremos devoluciones y compensaciones más adelante. Todo esto me dice mi cabeza calenturienta. Todo esto es fruto de una mala elección, por escoger, para un evento de tal magnitud, una Lego-ciudad, una ciudad de Monopoly, con cuatro hoteles, una pensión y medio bed-and-breakfast.

Al día siguiente, nos acostaríamos con las terribles noticias de Londres. Los malos se dedicaron, la noche del partido, a hacer sus cosas de malos. Acuchillando juventud, fiesta y esperanza.

El cansancio va conquistando mi cuerpo, parcela a parcela, brazos pesados, piernas adormecidas, cabeza embotada, ojos semi-cerrados. Poco a poco voy asumiendo que la aventura toca a su fin. No ha podido ser. La ilusión cayó derrotada ante el azar. Como dicen en mi pueblo, lo que no puede ser, no puede ser, y además, es imposible.

Tras una ducha templada, me tumbo boca arriba en la enorme cama del hotel, fría, vacía de alma. Una cama que me recuerda a otras, que fueron cálidas, amables, amigas. La habitación está en penumbra, y como si de una mala novela se tratara, la noche ha tornado acoplándose a mi estado de ánimo. La tormenta quiebra el cielo bilbaíno. El estruendo hace temblar la ventana, que da a la parte trasera, la cual ofrece una fea vista de otras fachadas y de oscuros y sucios patios interiores. Es un  bombardeo inofensivo, sin víctimas. Los relámpagos entran en el cuarto, sin invitación previa, iluminando por un breve instante los bordes de la cama, la mesa, la televisión, el armario empotrado, la puerta del baño. Un rápido fogonazo que despierta las sombras, creando figuras fantasmagóricas en la desangelada habitación. Regreso a la infancia, cuando corría asustado, tras una pesadilla, al confort del lecho de mi hermana mayor, a su protección que yo creía indestructible y eterna.

El choque futbolístico lo contemplé en el barrio, entre amigos, a través del milagroso plasma, al igual que a nuestro querido Presidente de eso que llaman Gobierno. Tras una breve incertidumbre, y dos nervios y medio, en la primera mitad, todo transcurrió con una facilidad asombrosa. El Madrid estaba crecido, desbordado como el río Nervión la noche anterior. Los italianos eran meros bolos, situados en el césped para ser esquivados en un entrenamiento. 1-4, otro resultado cruel, otro castigo excesivo, fruto de la sed de gloria de un equipo inmisericorde. Un equipo que no hace prisioneros.  Un equipo que, como alguien dijo, no juega finales, las gana. Un equipo que ha logrado doce copas de Europa, las seis primeras en el blanco y negro del Nodo, las seis posteriores en telefunken-pal-color.

Siento cierta lástima por la Juventus, una vecchia signora a la que le tiemblan las piernas en una gran final. Perdedora ya de unas cuantas, a lo largo de los últimos años. Como aquella de 1998, en el Amsterdam Arena, cuando Mijatovic nos devolvió la gloria con su golazo en el minuto 67, apoderándose de la séptima Orejona. Lástima por el bueno de Buffon. Un porterazo y un caballero, dentro y fuera del campo, que merecía ese trofeo. Que merecería incluso el Balón de Oro, por su impresionante carrera bloqueando balones entre los tres palos. Un Buffon amigo de nuestro gran Iker Casillas, éste maltratado y echado por la puerta de atrás en tiempos del infame portugués que secuestró a mi Madrid del alma.

Doce Copas de Europa, Doce.

¡Cómo no te voy a querer!
¡Cómo no te voy a querer!
¡Si ganaste la Copa de Europa,
 por duodécima vez!

Ya recogido en casa, tras la tranquila celebración, sentado en mi pequeña y cálida cama, rescato la vieja foto de mi bolsillo. Contemplo a aquel chaval, de rubio flequillo, que sonríe a la cámara, tras unas negras gafas de sol, con su bufanda madridista al cuello, sabedor de que va a presenciar la final en el estadio de Glasgow. Un chaval, cuya mirada ingenua le abriría muchas puertas, un chaval que ignora, todavía, que será feliz en esas mágicas tierras durante otros doce años de su vida. ¿Doce? ¿He escrito Doce?… debe de ser el subconsciente, que no deja que olvide tal cifra.

Los ídolos nacen y se consolidan en la infancia. Nunca mueren. Todos los que llegan detrás son burdas copias de aquellos que nos hicieron soñar cuando éramos críos, son meros usurpadores que tratan de ocupar el pedestal que llevamos en nuestros corazones, sin demasiado éxito.

Mi ídolo propio, antiguo y omnipresente, fue, y sigue siendo, Carlos Alonso González “Santillana”. El eterno nueve. El delantero centro de manual. Un tipo capaz de saltar, para rematar de cabeza, situando sus piernas a la altura del hombro del rival, sostenerse en el aire, pedir un café, tomárselo, y entonces girar su poderoso cuello, dando un testarazo al cuero e incrustarlo por la escuadra de la portería contraria, aterrizando a continuación suavemente sobre el césped, para correr al corner a celebrarlo junto a Juanito, Cunningham, Stilike y compañía. Un eterno nueve, de cuero negro, que mi madre, con la infinita paciencia que concede el cariño, cosió en mi recién estrenada camiseta blanca, de algodón y manga larga, al igual que aquel escudo, con su corona roja y dorada y su franja añil, en mi pequeño uniforme madridista. Uniforme que defendería con orgullo, honor y pasión, jugándome las espinillas y la cabeza, frente a los brutos de mis amigos, en la vieja explanada de tierra dura, junto a la cope, en mi viejo pueblo, en otro mundo, en otra vida.

No pudo ser. No pude alcanzar Cardiff, mi renovada Lisboa. Mas peor experiencia sufrió un aficionado de la Juve, que tomó un avión desde su bella Italia y se plantó en el estadio Ramón de Carranza −de segunda división y aforo para tan sólo 23.000 espectadores−, con la loable intención de ser testigo presencial del enfrentamiento entre su amada Juve y el temido coloso merengue. Al darse cuenta de su terrible error geográfico, dijo entre risas: “Me acordaré siempre: Cardiff no es Cádiz”. Dicho lo cual, se fue de parranda por Caíh.




lunes, 5 de junio de 2017

F89 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (IX) (2 de junio 2017)

     Llegó el ansiado fin de semana, tras días eternos de fría espera. Trabajando duro a base de madrugones y músculos doloridos, pero con una sonrisa torcida en el rostro, fruto del emotivo aliciente: ¡Nos vamos a Cardiff! Es increíble el poder de la ilusión. Las cajas pesan menos, el jefe parece más simpático, incluso la borde de turno exhibe un aura luminosa cada madrugada, como si, de repente, hubiera hecho un pacto con su ángel bondadoso particular.

     Mi estudiado plan es de una compleja sencillez. Nada puede fallar. Todo saldrá bien. Viernes noche, vuelo desde Bilbao a Londres Stansted, a las dos de la madrugada autobús a otro de los aeropuertos metropolitanos, Heathrow. Paso el resto de la noche entre sus gélidas paredes y subo al primer tren de la mañana del sábado, que en otras tres horas me dejará en Cardiff. La ciudad anhelada. Mi renovada Lisboa. El retorno dominical, tras el partido y la noche de cánticos o lloros,  de idéntica manera pero a la inversa. Es un plan perfecto. Salvo un pequeño detalle, o dos, sin importancia: no dispongo de entrada, ese escondido tesoro, ni de alojamiento. Pero, ¿quién dijo miedo?

     Una bolsa de fina lona a la espalda. Una muda, unos bocatas. El cargador del móvil con su adaptador británico. Un mínimo kit de supervivencia. Me aseguro de llevar mis amuletos madridistas, repartidos entre los numerosos bolsillos: la preciada entrada para la final de París 2000 (regalo de mi hermano); el casi desvaído llavero formado de un pequeño balón, una bota y el escudo, recuerdo de mi presencia en el Bernabéu cuando el bueno de Valdano, en 1995, devolvió al Real Madrid a “su lugar en la Historia”, endosando un 5-0 al Barcelona, la manita, con gol incluido de un tal Luis Enrique…; una pequeña fotografía de Glasgow 2002; y por supuesto, una pulserita añil adquirida en aquella ciudad melancólica y bulliciosa que robó mi corazón, Lisboa 2014. Nada podía fallar.

     Sin embargo, la realidad, el destino, la fortuna, los dioses, pongan ustedes el sujeto que gusten en la frase, tienen su propia manera de jugar las cartas. Aquel que maneja los hilos de todo este tinglado, mira hacia abajo, o hacia arriba (uno ya muestra serias dudas, con la que está cayendo), te observa, te estudia, se frota las manos y dice: “Mira ese pringao. Presumiendo. Ufano de sí mismo. Publicando fotografías. Escribiendo sus basuras. Colocándose tapones de corcho en los oídos, para que no se desborde su rebosante ego. Nos vemos en Cardiff. Nos vemos en Cardiff”. Da un puñetazo en la mesa terrenal, haciendo vibrar toda su superficie sólida y líquida. Provocando, incluso, un pequeño tsunami en Honolulú, sin graves consecuencias. Y todo tu estudiado plan se va al carajo.

     Todo comenzó torcido.

   Loiu, aeropuerto de Bilbao. Viernes, 19,45 horas. La tarde-noche se muestra desapacible, a cara de perro, una niebla ligera, acompañada del característico sirimiri, envuelve a los aviones que, incansables, despegan y aterrizan inmunes a la adversa climatología. Mi vuelo a la City parte a las diez de la noche. Tiempo para repartir y regalar. Me aproximo a una de las pequeñas pantallas, para cerciorarme de que todo va bien, guiado por un extraño presentimiento, que surge de mi interior y alcanza la superficie de toda mi piel, el cual trato de alejar de mi mente: “Jorge, no me seas agonías”.

               London Stansted: retrasado: tiempo estimado 20 minutos.

     Leo el mensaje y lo sé. El futuro más inmediato. De repente. Nítido y claro, en mi mente. Es como si alguien me lo estuviera susurrando al oído. Como si el tipo que mueve los hilos me tocara con los dedos en el hombro, y al volverme lo contemplara, con su otra poderosa mano sobre la boca, tratando de contener las carcajadas: ¿Adonde dices que vas a volar tú, monigote?

     Aprovecho el momento para cambiarme la camiseta, empapada de la primera ansiedad, asearme un poco, estirar las adormecidas piernas. Tratar de relajarme. Observo el ajetreo del lugar. Siempre me encantó pararme a contemplar la gente que trasiega por los aeropuertos. Tan diferentes, tan idénticos. Prisas, abrazos, sonrisas, libros, lágrimas, filas, maletas, lloros de bebés… vida. Me acerco de nuevo a la pantalla que decidirá mi destino, nunca mejor dicho. Elijo una diferente, más grande, más chula, más amable a mis supersticiosos ojos.

               London Stansted: retrasado: tiempo estimado 1 hora, 10 minutos.

     Un muro de malos recuerdos se derrumba ante mí. Aplastándome con sus zafios y burdos ladrillos. Asfixiándome. Otro vuelo. Otro año. La misma compañía. Quince pasajeros, obligados a abandonarlo. Sin razón aparente, sin razonable explicación. Truncando la primera Navidad que planeaba disfrutar con mis seres queridos, tras años de estancia en Edimburgo. “Jorge, no te emparanoies”, me digo, con la fe mostrando el piloto rojo de entrada en Reserva.

    Busco una mesa tranquila, previo paso por el mostrador de una de esas cafeterías extrañas. Cafeterías guiris, en suelo patrio (todavía), donde amables camareros preparan el oscuro y caliente brebaje, a nuestra manera. Olvidándose de reglas y maneras usadas en los países anfitriones de sus denominaciones. Apoyo la bandeja sobre la impoluta superficie. Café americano, con un poco de leche aparte, acompañado de una gigantesca muffin (la magdalena de toda la vida), mandando a paseo la estricta dieta que ha sido mi sombra durante semanas. Echando en falta, como un yonki en pleno mono, un libro, siempre mi fiel escudero. Dejado atrás, sobre la colcha de la cama, debido a mi obsesiva restricción de objetos en la minúscula mochila.

                                       London Stansted: CANCELADO.

     La odiosa palabra, en rojo, ríe en tres idiomas (español, inglés, euskera), con su odiosa intermitencia, eco de las odiosas carcajadas del tipo loco que mueve los hilos de todo este tinglado:

     CANCELADO PRINGADO CANCELADO PRINGADO CANCELADO...

    Sorpresa, presentimiento confirmado, incredulidad, frustración… cansancio repentino. Filas, más filas. Amables azafatas de tierra que tratan de seguir siéndolo. Preguntas lanzadas al aire, sin dirección, sin destino, sin respuesta. Nadie sabe nada. Todos desconocen todo. ¿Vuelo, qué vuelo? ¿De qué me habla usted? Pozo vacío, escabroso barranco, nubloso acantilado. Carretera desierta. Palabras etéreas. Sueños secuestrados. Celestiales y prometedoras Entradas, llenas de emborronados números y letras. Amargas lágrimas. Almas sin tierra. Almas sin cielo

     Tan lejos de ti, equipo de mi infancia, tan cerca. Revientas en mi interior, te alejas, te alejas…

    ¡Cómo no te voy a querer!
    ¡Cómo no te voy a querer!



Continuará…






sábado, 27 de mayo de 2017

F88 - Hechizo de Luna (octubre, 2004)



El constante murmullo alrededor llenaba mi tercera noche de trabajo. El Templo estaba a rebosar. Lo habitual, como pronto aprendería. Aquel incesante trasiego de camareros, maîtres, comensales y managers transformaba  aquel inmenso lugar en un hervidero de nervios, estrés y temores. Mi falta de experiencia me convertía en un barco chiquitito, perdido en alta mar, con oleaje traicionero, espesa niebla y rasgadas velas.

Mis dedos, algo más calmados, realizaban pequeños trucos de magia, convirtiendo aquellas servilletas enormes, gruesas, color salmón, en apretados triángulos isósceles, que luego depositaría en una enorme bandeja de plata. Doblar, aquí, allá, vueltecita, y zas, a la bandeja. Doblar, aquí, allá, vueltecita, y a la bandeja. Mi mente ensimismada en tal aparatosa empresa, temerosa de hacer un giro erróneo, y que en lugar de una monada de triangulito, resultara un churro arrugado y deforme.

−Hola, guapo. Eso tiene un aspecto espectacular– dice Luna, devolviéndome al planeta Tierra, a Escocia, Edimburgo, aproximadamente las diez de la noche de un miércoles.
−Gracias, maja– respondo, levantando la cara, algo azorado, sin poder evitar la riojana expresión.

Se aleja, con paso decidido, luciendo como nadie aquel sencillo uniforme de camarera. Tras unos segundos de atolondramiento, contemplando el vaivén de su corta melena negra mientras atravesaba, por enésima vez, las puertas batientes de la cocina para recoger más pedidos, retorno a mi harta complicada tarea. Dobla que te dobla, servilleta tras servilleta.

Luna me tranquilizaba y al mismo tiempo hacía que mis rodillas temblaran.

−Excuse me– dice una grave voz, femenina, a mi espalda.

Me doy la vuelta, sonriente, esperando encontrar otra vez a Luna con renovadas ganas de bromear conmigo. Sin embargo, no es ella, sino una altiva señora, con un traje-chaqueta gris impecable, y una plaquita en la solapa con su nombre, que no llego a leer.

−Tú debes de ser George– afirma en inglés, sus labios finos tratando de esbozar una sonrisa, con poca ansia, sin mucho éxito.
−Jorge, mi nombre es Jorge– respondo, retador, aunque mi rostro refleja una simpatía extrema. Retador, pues comienzo a sentir un poco de hartazgo ante el forzado re-bautismo en cada nuevo puesto de trabajo. Esa absurda normalización del nombre que mis padres, con tanto amor, para mí eligieron. Incluso, por unas décimas de segundo, sopeso la idea de contestar al estilo 007, tan elegante, tan británico, tan borde sin aparentar serlo: Ariz, me llamo Jorge Ariz, para demostrar mi total integración en estas peculiares islas. Afortunadamente, mi sentido de supervivencia económica deshecha la estúpida ocurrencia.

La estirada señora me observa, ladea un poco su cabeza, el amago de sonrisa pasó a mejor vida:

− ¿Cuál es el vino blanco que ocupa el tercer lugar en la carta?– dispara a bocajarro.
−Ehh.
−Chop, chop!– exclama, usando la absurda y vulgar expresión inglesa, para meter prisa.
−Mmm– mi mente queda en blanco, como el vino cuyo nombre solicita la impaciente señora.¿Era el Chardonnay australiano o el Merlot chileno? Shite! (juro para mí en escocés).

Y para mi asombro, al cabo de dos segundos más, la dama de hierro gira sobre sus altos tacones y se aleja, erguida, ufana, melena al viento, porque yo lo valgo. Dejándome atrás, mudo, cariacontecido, con el regusto virtual del maldito vino de ultramar.

Al final de la noche, en un pequeño receso, Luna tuvo la amabilidad de resumirme las principales características y detalles, de la flora y fauna que componían nuestro escalafón de mando: Brian, El Hombre Tranquilo, afable, educado, tímido, encantador; Steven, El Mafias, serio, profesional, estricto pero justo y Hazel, La Thatcher, borde, exigente… y jefaza. “Veo que has conocido a La Tiesa”, fueron sus primeras palabras, mientras devoraba con feroz ternura su emparedado de pavo. “Tranquilo, a la tiesa, si le sigues el juego no muerde”, concluyó mientras regresábamos al bullicio del comedor, aunque yo albergaba serias dudas.

Luna eclipsaba a las estrellas.

Nieta de emigrantes, sangre gaditana galopa por sus venas. Su cuerpo de muñeca, ¡menudo cuerpo!, enloquecida coctelera, en la que se agitan desparpajo, picardía y ternura. Sus ojos gitanos te paralizan, cual potentes faros halógenos a un desvalido cervatillo que cruza asustado la oscura y desierta carretera. Su eterna sonrisa, ingenuamente traviesa, compensa la tensión, la plancha, los nervios, los estirados clientes, la arrogante jefa. Su aroma, ¡oh, su aroma!, dulzón, sensual, a crema corporal de leche condensada, te transporta a la íntima semi-penumbra de su pequeño cuarto de baño, a su desconchada bañera de latón, rodeada de velas, blancas, rojas, negras, donde la contemplas, desnuda, en ceremonioso trance, abridor de latas en mano, trac, trac, trac, trac, rajando las chapas de los botes de la dulce leche, cual moderna, y algo trasnochada, Cleopatra…

−¡Jorge!... ¡Jorge, guapo!, que vayas a tomar la comanda de la mesa número siete.
−¡Ah! sí, perdona Luna. Sí, claro, ya voy.

Me mira, sus ojos chispeantes, sabiendo, leyendo mi mente, cuatro pueblos y dos gasolineras por delante, como toda mujer,  ríe como una intrépida muchacha, y se gira, alejándose, dejándome flotando allí en la inmensidad, como un barquito chiquitito, un barquito chiquitito que no sabía, que no sabía navegar, desorientado y a la deriva en aquel mar de mesas, en la fría bruma de una noche de miércoles.




miércoles, 17 de mayo de 2017

F87 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (VIII) (2 de junio 2017)


No deja de sorprenderme la prisa que tiene el tiempo. Corre, vuela, se tele-transporta. Intenta escapar de su propia existencia. El presente ya es pasado, en un rápido pestañeo. Cada año que cargo a mis espaldas resulta más veloz que el anterior en su andadura. Sin piedad, sin memoria, sin detenerse a pensar en que mi mente apenas tuvo posibilidad de adaptarse a sus días, semanas, meses. Deshoja, inmisericorde, las hojas del calendario que cuelga sobre la pared de mi humilde cuarto, paisajes de la bella Escocia que se precipitan, tristes y melancólicos, al oscuro fondo de mi papelera.

Ya está aquí de nuevo. Ya llegó el carnaval futbolístico. La guerra de colores. El circo del pueblo. El opio para olvidar, para soportar esta perra vida, tan llena de políticos embaucadores y gente sin escrúpulos. Esta vida, en la que ser honrado sale caro, mientras robar, engañar y abusar del prójimo acarrean un dorado bonus, un premio, un hotelito cinco estrellas en tu casilla de monopoli. El espectáculo del balompié, “una excusa para ser feliz”, dijo el bueno de Jorge Valdano. ¿Cómo definirlo mejor?

Estadio Santiago Bernabéu. Día 2 de mayo. Minuto 86 de partido. Penalti, a favor del Real Madrid, el cual vuelve a enfrentarse a su rival y vecino, Atlético de Madrid. Partido de ida de la semifinal de la Champions, la Copa de Europa de toda la vida. Ese muchachote, alto, bronceado y musculoso, como recién tuneado, se dirige al punto fatídico con la confianza de los ganadores. La fé ciega de los iluminados, también. Sonríe, mirada risueña de niño grande estrenando su primer balón de reglamento. Chuta. Gol. Su tercera muesca en el revólver. 3 a 0. Un marcador cruel, que no entiende de sentimientos colchoneros. Que arroja cubos de agua fría sobre los credos y oraciones del brujo Simeone. Un marcador que, sin embargo, provoca dentro de mí ese cosquilleo agradable y, al mismo tiempo, un incómodo desasosiego.

París, Glasgow, Lisboa… Cardiff. Mi alma blanca, de nuevo, me susurra al oído sus cantos de sirena. El espíritu de Lisboa inunda mi corazón, trayéndome gratos recuerdos de aquella aventura. Retándome a repetir la locura, a lanzarme al vacío sin tan siquiera saber el resultado del partido de vuelta. Otra vez, sin entrada, sin plan, sin miedo.

¿Por qué no?

A menudo, dejamos de cometer esas pequeñas locuras por razones estúpidas. Por el qué dirán. Por miedo a lo desconocido. Por temor al fracaso. Por sensatez. Porque no es lo más inteligente. Por dinero. Por…

A menudo, posponemos las mejores opciones para mañana. Guardamos el mejor cava catalán, ahí en la alacena de la cocina, para cuando haya algo importante que celebrar; el mejor de nuestros atuendos, cuidadosamente enfundado, en el fondo del armario, para esa gran ocasión que algún día llegará; reservamos ese gran libro, pues deseamos leerlo tranquilos, cuando dispongamos de unos días de asueto; visitaremos Nueva York, viajaremos a Buenos Aires a ver a nuestros primos, contactaremos con aquella vieja amiga en Nueva Zelanda, conoceremos a esa mamá-bloguera de Leipzig, pronto, algún día, cuando dispongamos de vacaciones en condiciones, si nos toca la lotería, mañana, mañana, mañana… Planeamos y planeamos, soñamos con amores de película hollywoodiense, buscamos al Príncipe Azul Celeste, a la Bella y Cenicienta Durmiente, pensando que, tal vez, si acumulamos suficientes tapas de yogures, algún día seremos premiados. Malgastamos un tiempo hermoso, que no regresa, que no se detiene, como el agua de una cascada, planeando esa Casa Perfecta, Pareja Perfecta, Trabajo Perfecto, Vida Perfecta… sin darnos cuenta que esa vida, es el frío parqué que pisamos, descalzos y somnolientos, cada mañana.

¿Por qué no?

El avión puede caerse la próxima semana. Nuestro cansado reloj de cuco puede decir basta, arrojar la toalla y cesar de emitir su tic-tac, esta misma noche. Un borracho a lomos de su caballo de acero, puede borrar tu cansada y renqueante zancada, en ese matutino entrenamiento. Una radiografía puede escupirte a la cara, a la vuelta de la próxima curva.

¿Por qué no?

Tras el pitido final y los cánticos del Bernabéu, me dejo llevar por un arranque de entusiasmo. Me levanto de un salto, acercándome a la barra para pagar por mi cerveza, al grito de “¡muchas gracias!”, ante la sorprendida camarera, que juguetea con su móvil de última generación, moviendo los pulgares, de uñas decoradas, a una infernal velocidad,  y salgo a la carrera del bar. Una sonrisa pinta mi rostro, como un boceto infantil. La felicidad debe de parecerse un poquito al reflejo de la luna, sobre la acera mojada, camino de casa, dando gracias al equipo que me devuelve la infancia.  Pues, como bien afirma el maestro Manuel Alcántara – ese “discreto madridista”, salvo si juega contra su querido Málaga−: “Hay que ser agradecidos con la gente que nos divierte, aunque sea sólo porque nos hace olvidar a los que se esmeran por amargarnos la vida”.

Abro mi portátil, me conecto a la red y comienzo a buscar vuelos, trenes y autobuses. Destino, Cardiff, Gales.

Regreso al Reino Unido.

Los nervios exigieron su protagonismo en el partido de vuelta. Mis dedos no cesaban de rotar, una y otra vez, el botellín de cerveza. Aficiones enfrentadas. Colores de guerra. Vikingos con sus hachas, Indios con sus arcos y flechas. Pancartas ofensivas, contra insultos cantados. Pero sobre todo, ilusión, sentimiento, pundonor, fe y emoción.

Una parcelita de mi corazón quedó entristecida con el desenlace final. Nuevamente, los orgullosos atléticos dijeron adiós a su sueño europeo. Rabia y pundonor no fueron suficientes contra la fe merengue, contra la magia al borde de la línea de Benzema. Creer no basta, contra un niño grande, y orgulloso, que colecciona sombreros de ensueño, esos maravillosos hat-tricks.

Otro sombrero, imaginario, me despojo una vez más, ante la afición del Manzanares. Despidiendo a su eliminado equipo con aires de hazaña y cánticos de victoria. Nunca dejarán de creer. Nunca dejarán de querer. Casi puedo contemplar, con los ojos que mejor ven, los ojos de la imaginación, a las dos jóvenes e intrépidas guerreras, rostros luciendo sus colores de guerra, entre la multitud rojiblanca, alzando con orgullo y rabia sus caras al cielo madrileño, apretando sus mandíbulas y, con sus manos, haciendo girar, una y otra vez, de forma enloquecida, sus bufandas colchoneras, invocando a gritos, con sus cánticos de ánimo, a un Neptuno, quien, misericordioso y complacido, las corresponde con un último, y consolador, diluvio sobre el Vicente Calderón, que arrastrará sus lágrimas a las oscuras profundidades del océano.

¡Nos vemos en Cardiff!