lunes, 30 de diciembre de 2013

F62- Triple Nochevieja, (31 de diciembre de 2003).

No lo podía creer. El año había llegado a su fin y casi no me había enterado. Pronto cumpliría dos años en la bonnie Scotland, algo que ahora desde la distancia temporal cercana a la docena de primaveras se me antoja ridículo, pero que en su día me provocaba incluso vértigo pues nunca soñé con quedarme tanto tiempo.

No lo podía creer. El 2003 había volado, yo había logrado sobrevivir una temporada más, tenía un trabajo, acababa de estrenar un piso maravilloso, contaba con un número importante de amigos (más de los que nunca tuve, sobre todo del sexo masculino) y sin embargo, estábamos a día treinta ¡y yo sin un plan para la Hogmanay!

El día anterior resultó un completo fracaso. Nuevamente mi mente de españolito me jugó una mala pasada. Lo tenía todo planeado al dedillo y ¡zas, con la Gran Bretaña y sus estrictas normas topamos! Trabajaba de turno de mañana y se me ocurrió la brillante idea de meter en la mochila una bonita botella de cava, Freixenet Cordón Negro,  bien fría (¡qué ilusión sentí al verla allí solita en una de las baldas del Tesco!). Todavía recuerdo la cara de espanto que puso la jefa de enfermeras cuando, ingenuo de mí, le propuse echar un pequeño brindis con todos sus compañeros allí en el cuartito que compartían para sus ratos de sosiego, junto al control de enfermería. "¡Noo Jorge, please!". Sally me miraba por encima del hombro de su jefa, ojos chispeantes y sonrisa traviesa, diciéndome telepáticamente: “Ya me tomaría yo la botellita a medias contigo, guapetón”, (pero seguro que era fruto de mi calenturienta imaginación, otra vez). Así que la hermosa botella tuvo que ser devuelta a la mochila, muy a mi pesar. Nuevamente había olvidado en qué país vivía, sus normas, sus costumbres, su rigidez para ciertos asuntos. Había olvidado que sus gentes no saben abrir una botella de vino y dejarla sin acabar. Una vez que salta el corcho, parecen no conocer cómo detener la ingesta de alcohol. Para ellos el concepto de botella a medias carece de sentido. La botella está llena, y después vacía. Punto, sin medias tintas ni tonterías. De ahí la estricta prohibición del consumo de alcohol en el lugar de trabajo, bajo cualquier circunstancia o situación. Otra vez, muerto el perro se acabó la rabia. Una botella de champán entre más de doce personas, calculen ustedes el peligro. Años más tarde caería en la cuenta de hasta qué punto llegan a ser estrictos en este asunto, cuando trabajando de cajero en un supermercado me impidieron (mi supervisora) venderle una caja de bombones a una chica de diecisiete años… porque contenían licor.

¡No lo podía creer, Nochevieja y continuaba sin plan!

Afortunadamente un viejo conocido acudió a mi rescate. El bueno de John me llamó aquella misma tarde. Contemplé en la pantallita del móvil su nombre y una sonrisa iluminó mi abatido rostro. “¡Hola mi amigo!”, dijo con su español de guiri, “¡Maniana fiesta, Nuevo Anio Fespira!”, traduciendo literalmente la denominación utilizada en su idioma materno (New Year Eve), a golpe de diccionario, en tiempos todavía tempranos para San Guguel y los teléfonos inteligentes. “Se dice Nochevieja, John”, le contesté con recobrado entusiasmo.

Aquel último día del año nos juntamos en un piso de los amigos de unos amigos de John. Algo habitual en este tipo de reuniones. En ocasiones llegas a festejos en los cuales casi no conoces a nadie, algo que no supone ningún problema, cuando la bañera del cuarto de aseo está llena de cervezas incrustadas en cientos de cubitos de hielo.

La vivienda estaba en Marchmont, zona habitual de pisos de estudiantes universitarios. La ubicación era perfecta pues el enorme parque de los Meadows quedaba a tiro de piedra, lugar ideal para contemplar los fuegos artificiales que serían lanzados sobre el castillo pasadas las doce de la noche.

La velada comenzó a base de chupitos de licor y cervezas Brahma. Varios de los asistentes eran brasileños, así que decidimos celebrar la temprana entrada del 2004 en su lejano país a las diez de la noche, hora escocesa. A ritmo de samba, bailando con dos bellezas rubias, altísimas y de ojos azules que me juraban y perjuraban ser brasileñas. Del sur, decían proceder. Yo, que empezaba ya a escorar con tanta birra, caipirinha y agua de los floreros, pensé que me tomaban el pelo. Aquellas mozas debían de ser noruegas chapurreando portugués. Mas al ver cómo movían las caderas, sus vientres planos y adornados con brillantes, sus risas y los achuchones a que me sometían, concluí que sí que tenían que ser del Brasil. Viendo aquellos dos monumentos comencé a elaborar en mi mente la consabida lista de buenos propósitos para el nuevo año: perder algo de peso (decidido, tiraría la maldita báscula por la ventana), dejar de fumar (fácil, jamás me inicié) y apuntarme a una academia para aprender portugués, echarme la mochila al hombro y emigrar, de nuevo, a aquel paraíso terrenal donde habitaban angelitos sin alas como las que danzaban ante mí.

A las once llegó la Nochevieja española. A falta de uvas abrimos una gigantesca bolsa de pasas y fuimos repartiéndolas a montones de doce, trece o veintidós, entre los presentes. Escuchamos las campanadas por internet y entre carcajadas nos comimos las doce uvas viejas a puñados. La samba tornó en rumba flamenca, rock alternativo y música de Manu Chao. La cerveza brasileña dio paso a la San Miguel y las caipirinhas a los gintonic.

Casi a punto de dar las doce de la noche, bajamos a trompicones las escaleras de aquel piso. Anchas, de piedra desgastada, sucias, saltamos sus escalones de tres en tres dando horas extra de trabajo a nuestros ángeles de la guarda. Llegamos entre jadeos y tambaleando a los Meadows. Nos tumbamos en grandes mantas de cuadros escoceses (que alguna de las chicas, más sobria, había recordado llevar). Y allí tirados, con botellas de champán pasando de mano en mano, contemplamos el hipnotizante espectáculo de los fuegos de artificio, que enmarcaban el viejo y huraño castillo con luces de colores, invitando a soñar y a repartir piquitos entre las bellas escocesas, y entre las que no eran escocesas. Celebraba mi segunda Hogmanay en la mágica Edimburgo. Di un par de sorbos cuando me pasaron una de las botellas, brindando mentalmente por David (cuya compañía en la anterior New Year Eve vino a mi memoria), por Bea y por toda mi gente allá en mi querida y olvidada, añorada y odiada, España.


Desde mi pequeño rinconcito escocés, desearles a todos mis lectores una feliz salida y entrada de año (tal y como decíamos en mi pueblo).

¡Feliz Año 2014!



jueves, 26 de diciembre de 2013

F61- Rozando la Estrella de Navidad, (diciembre 2003).

Ya está aquí la Navidad. Ya está aquí de nuevo, infatigable con sus sonrisas, sus villancicos y sus silencios. Regresa cada año, puntual a su cita con la nostalgia. Dulce y cruel al mismo tiempo, haciendo las delicias de los niños, apuñalando el corazón de los adultos.

Navidad, dulce Navidad.
Navidad, zorra navidad.

Suena el teléfono y una voz querida te da una de esas noticias que no quieres recibir nunca. Ley de vida, y todo eso, dicen por decir algo. Una voz querida te trae de vuelta la pesadilla que viviste hace tantos años (cuando eras un mocete crecido, que ya se afeitaba, que ya salía de copas con sus colegas, sin embargo seguías siendo un crío). Una querida voz que te devuelve a aquel mal sueño como una avalancha de nieve negra. “Debe de ser de noche…”, piensas absurdamente “… porque la nieve es blanca”. Una voz de alguien amado, que te hace saber del dolor de personas muy cercanas. Ese dolor que ahora les visita a ellos (Navidad, dulce Navidad), al igual que te visitó a ti y a los tuyos aquel lejano y nevado fin navideño.

Hago la llamada que debo hacer. Esa llamada que no deseo realizar y que los seres queridos al otro lado de la línea nunca quisieran recibir. Llamo. Sabiendo que no hay palabras. Conociendo de primera mano que lo mejor es el silencio, la paz, que te dejen tranquilo con tu dolor: ¡Que se vayan todos a la mierda!

Navidad, blanca Navidad
Navidad, oscura navidad.

Presiono el botón rojo, para finalizar esa llamada que no deseaba haber hecho. Esa llamada inútil. Esa llamada de palabras huecas, dichas con todo el cariño pero que son recibidas desde el interior de una nube blanquecina y fría, que impide la comprensión y  protege con su silencio.

Entonces cierro los ojos y viajo de nuevo al pasado, me zambullo en el mar del recuerdo, buceando diez años atrás, reviviendo aquella Navidad de 2003. Una dulce Navidad.

Me tocaba trabajar hasta tarde, la oferta de horas extra era algo habitual y las libras adicionales me vendrían de maravilla en dichas fechas.

El hospital emanaba felicidad y espíritu navideño. La decoración de pasillos, habitaciones y despachos ayudaba a ello. Todo eran espumillones de colores, arbolitos pequeños con brillantes bolitas y cristales tatuados de estrellas y escenas navideñas con una especie de nieve artificial.

 Las enfermeras, entre bombón y bombón, sonreían por los pasillos y acudían con entusiasmo a sus labores de cuidado: cambiar sábanas, administrar medicinas, medir temperaturas, cambiar goteros… todas esas cosas de enfermeras. Los breaks perdían su rigidez oficial (más de lo habitual), dando lugar a interminables tazas de té, pastas, tostadas, risas y bromas.

Los viejecitos agradecían todo aquello, llegando a olvidar las razones por las que se encontraban allí ingresados. Además aquella tarde Donald y Toffee nos visitaron. Donald, un señor ciego, grandote y de cabello blanco. Sus mejillas sonrojadas acentuaban su aspecto de un invidente Santa Claus. Toffee era su fiel perro guía, un labrador de color canela que hacía las delicias de los abuelos. Andaba de cama en cama, ofreciendo su cabeza inclinada y aguantando pacientemente las caricias y palmoteos que le daban. Incluso en alguna ocasión daba educadamente su pata, en forma de saludo. Esto hacía reír a los ancianos acercándolos un poquito más a esa felicidad navideña tan buscada. Cuando Toffee y Donald los visitaban, las pastillas y sueros sobraban.

Trabajando por las tardes descubrí, con grata sorpresa, que no era yo el único español entre los Ayudantes Domésticos. Había varios en distintas alas del hospital, la mayoría recién llegados, estudiaban por las mañanas y acudían al turno de la tarde. Entre ellos hice buenas migas con Kiko, Marcos y Azucena. Sobre todo con Azucena.

Kiko era un gaditano de Chiclana. Alto, flaco y moreno. El uniforme le venía algo grande y daba la sensación de estar allí de paso. Sin embargo trabajaba sin descanso y rara vez hablaba. Algo que siempre llamó mi atención, debido a los tópicos sobre su procedencia.

Marcos venía de Salamanca. Pequeñito, con gafas de pasta redondeadas y ligera tendencia al escaqueo, pero nada fuera de lo normal (en cambio, había una española, de cuño nombre y origen no quiero acordarme, que disfrutaba de largas siestas en el sofá de nuestra sala de descanso. Siestas pagadas al doble a la hora pues “trabajaba” en fin de semana). Marcos contaba con dos o tres ingenierías. Un ingeniero español fregando suelos en un hospital escocés… qué les voy a contar a ustedes que ya no sepan.

Azucena era un encanto. Madrileña, con ese deje tan característico e involuntario al hablar. Alta, bonita de ojos verdes sin llegar a ser bella. Simpática y traviesa, con una sonrisa pícara y contagiosa como el sarampión (que formaba dos hoyuelos en sus mejillas).  “Me llamo Azucena, pero los amigos me llaman Zuka y los íntimos: Zuki”, me dijo el primer día desde esa atalaya donde brillaban sus ojos. Alcé la cabeza para darle dos besos y pensé: “Jode' Jorge, ¡cómo vienen las nuevas generaciones!”. Yo siempre la llamé Azucena, denominación cuya belleza hacía más justicia a aquella criatura.

Una de aquellas tardes quedé con Azucena tras el trabajo. Tomamos una pinta en un pub de Rose Street. Entre trago y trago, charlamos y reímos como si nos conociéramos de una vida anterior. Sentados en aquellas viejas banquetas de madera, escuchando tonadas navideñas, descubrí que tras aquellos ojazos verdes se escondía una maravillosa persona. Una chica joven con una soltura, gracia y picardía que me dejaron totalmente en fuera de juego. “¡Te haces viejo, chaval!”, me dije mentalmente.

Tras las cervezas nos acercamos a la Feria de Navidad de Princes Gardens. Cada año colocan unas pocas atracciones y puestos de comida. Destacaba por su tamaño y altura la noria gigante, the Big Wheel que la llaman aquí (no se volvieron locos los anglosajones con el nombrecito), a la cual Azucena deseaba subir, pero no se atrevía ella sola. Así que me tragué mi vértigo con patatas y cual leal caballero español  acompañé a la damisela en aquel ascenso al techo de Edimburgo. Ascenso que fue lento y acompañado de ruiditos y crujidos de la vieja estructura que me hicieron recordar todas las oraciones aprendidas en el colegio de curas. Así que me encomendé a la Virgen y a todos los Santos del calendario, sonreí y traté de disfrutar de la compañía. La rueda se detuvo repentínamente cuando nuestra silla  ̶ desprotegida del viento en aquellos años ̶  alcanzó el punto más alto, como no podía ser de otra manera. Ignoro si estaba planeado o se debió a otras circunstancias que prefiero no imaginar. Allá estábamos, en el techo de Edimburgo, soportando el frío glacial bajo aquel manto de estrellas.  Acurrucados como dos gorrioncillos tiritando ante aquel viento inhumano que no entendía de espíritu navideño. Entonces ocurrió algo inexplicable. Algo inaudito. El viento paró como por ensalmo. La temperatura ascendió varios grados. Miramos embelesados el rosario de estrellas que salpicaba el oscuro cielo edimburgués. Extendimos nuestros brazos, casi llegando a tocarlas.

Y de repente la vimos. Una estrella de gran tamaño atravesó aquella mágica cúpula. ¿Una estrella fugaz? Tal vez, pero se deslizaba tan despacio… como si fuera indicando el camino a alguien.  Un camino antiguo y lejano que nacía en oriente. Un camino de amor, esperanza y felicidad que se abría paso entre tanta miseria y maldad. Allá arriba estábamos los dos, pasmados, todavía tiritando y con nuestros dedos rozando la Estrella de Navidad.

Entonces la Estrella desapareció y la enorme rueda reanudó su agónico girar.




martes, 17 de diciembre de 2013

F60- Un mensaje secreto, (diciembre 2003).

Llegó de nuevo el momento de llenar las alforjas y buscar nuevos pastos. Confieso que a pesar de la comodidad que suponía la cercanía con el hospital, nunca me adapté bien al piso de Morningside. La convivencia con Juliette y Rolf era respetuosa y tranquila, pero no me llenaba. Tal vez fuera el hecho de que la zona y el tipo de vivienda me trajeran recuerdos de mi estancia con Rachel y Elie, allá por mis comienzos. Necesitaba encontrar algo diferente, sin moquetas acosadoras (incluso en el baño teníamos alfombra por todo el suelo), sin roedores visitantes, por muy formales que fueran, sin escaleras viejas llenas de polvo y con olor a lejía y orines de gato. Sin portales oscuros y desangelados. Necesitaba encontrar una morada digna, moderna, limpia y confortable.

Tocaba pues Operación Charity. Previo a cada mudanza trataba de reducir mis pertenencias al máximo. Sin darte cuenta vas acumulando ropas, libros, papeles y trastos. Cajas y cajas que me acompañan allá donde vaya. El secreto es mantener un número limitado de ellas. “Jorge, o eliminas cajas, o tendrás que dormir en el pasillo”, era mi constante pensamiento antes de una mudanza. Además en esta ocasión no logré encontrar a nadie que me echara un cable. Todo el mundo parecía estar terriblemente ocupado entre semana y el bueno de Koldo se encontraba desaparecido en combate.

La idea consistía en donar unos cuantos libros a la charity shop del barrio, junto con algo de ropa (pero la mayor parte de vestimenta que ya no usaba estaba demasiado estropeada para ello, e iría directamente a la basura). Me armé de paciencia y me rodeé de cajas de cartón vacías y un par de gigantescas bolsas negras de basura a estrenar para los trapos viejos.

De pronto descubrí una caja de zapatos llena de cartas y fotos. Me senté al borde de la cama y me zambullí en el mar del recuerdo. Leí viejas postales, sonreí ante olvidados retratos. Entre mis dedos una tarjeta llamó mi atención. Se trataba de una de esas postales de aspecto rústico, artesanal. El boceto enmarcado mostraba una niña vestida con un traje regional tradicional. Anchos faldones y pañuelo en la cabeza.  En su mano sujetaba un manojo de grandes globos, cada uno de ellos con una leyenda escrita a mano: ‘amor’, ‘felicidad’, ‘alegría’, ‘pasión’, ‘amistad’… El fondo era oscuro, sobre él como trazado con tiza, una sencilla palabra de felicitación en una lengua amiga: ‘Zorionak!’. Se trataba de una tarjeta enviada en mi último cumpleaños por David y Bea. Cuando éstos formaban un nombre compuesto y no dos separados.

Al abrirla releí lo allí escrito. Dos pequeños párrafos de distintas caligrafías. Deseos de felicidad, juerga y alegría. Bromas de geriátricos y bastones. Volví a sonreír. Sin embargo lo que había logrado captar mi interés era la portada. Aquel dibujo. Aquel marco artesanal. Esa pequeña holgura entre ambos.

Hurgo un poco con los dedos. La tarjeta se zarandea levemente. Con cuidado de no estropearla la separo de su pequeña orla. Vuelvo a contemplarla entre mis manos y por puro instinto le doy la vuelta. El reverso muestra un puñado de líneas escritas a mano. Es una caligrafía delicada y de trazo redondeado. Una caligrafía femenina, como de niña de colegio de monjas. Es la letra de Bea.

“Ignoro si algún día se te ocurrirá darle la vuelta a esta cartulina…”.

El tiempo, la distancia y la vida habían hecho mella en mi relación con Bea. Aquella amistad que antaño se nos antojaba firme y sólida se había resquebrajado, sin nosotros saber muy bien el porqué, ni el cómo. En el pequeño y furtivo mensaje, Bea se disculpaba, de manera torpe e innecesaria, recordándome lo mucho que me quería.

Cuando acabo la lectura de esas pocas líneas, las pestañas ya no pueden contener las lágrimas acumuladas, que se deslizan cálidas y tranquilas por mis mejillas. Paso el dorso de la mano por mi rostro, secando como puedo aquel bochornoso caudal: “¡Venga Jorge, no me seas mariconeti!”. Abro la tapa del móvil y pulso un par de teclas.

Hola precioso, ¿qué me cuentas?

En aquel instante, la dulzura de su voz y la sonrisa que se adivinaba tras ella borraron de un plumazo toda huella de cualquier pasado y estúpido desencanto.


martes, 10 de diciembre de 2013

F59- Sweet Sally, (diciembre 2003).


Tantos relatos acerca del hospital y todavía no les hablé de Sally. Sally fue la causa de mi único arrepentimiento en aquellos comienzos. Arrepentimiento de no haberme lanzado a la aventura escocesa con anterioridad. De no haber solicitado ese trabajo en el Hospital Sin Sangre un año antes.

Sally era mi enfermera favorita. Sally, sweet Sally.

Pero mejor se lo cuento a ustedes desde el principio.

Dicen que para que exista el bien, es necesario el mal. Que para que podamos admirar lo bello, necesitamos conocer lo feo. Tal vez por ello coexistían bajo el mismo techo de aquel hospital dos mujeres que para mí eran como la noche y el día. Como el agua y el vino. Dos mujeres que daban sentido a la teoría del Yin-Yang. Dos enfermeras que se encargarían de mostrarme el Cielo y el Infierno en versión terrestre, sin necesidad de recoger número en el Purgatorio. 

Sweet Sally y Winnie The Witch.

Winnie era el trueno desagradable. Una cincuentona irlandesa, seria y antipática. Trataba a los asistentes domésticos como a chachas y se dirigía a ti mirándote por encima del hombro y con cara de haber desayunado cereales con ortigas. Sobre todo a los novatos extranjeros. Winnie era malévola pero no estúpida, si lo hubiera intentado con los escoceses más veteranos la hubieran mandado a buscar amapolas en aquella parte de su cuerpo donde nunca entraba la luz del sol. Son muy poéticos los escoceses para estas cosas. Winnie era la típica persona que te rehuía durante toda la jornada, y cuando faltaban cinco minutos para que ficharas te ordenaba limpiar detrás del frigorífico del cuartito de las enfermeras. Labor que sabía perfectamente te llevaría mucho más de cinco minutos. La bruja de ella.

Sally era el rayo de sol primerizo tras la tormenta. El anticipo del arcoíris. Sally iluminó con su sonrisa todas y cada una de las jornadas laborales que compartimos en ese hospital. Desde el día que entré en aquella habitación individual a pasar la aspiradora y la contemplé, por primera vez, cambiando las sábanas para un nuevo paciente. Al oírme entrar se giró, sonrió como ella sólo sabía hacer y me dijo con una voz de Blancanieves hablando a los pajarillos: “Two secs Darling”.

Sally era unos años más joven que yo, pero el amor no entiende de dígitos en el deneí. Era un encanto de escocesa, con ojos aniñados de un azul profundo como un océano. Rostro de facciones pequeñas. Con pequitas alrededor de una delicada nariz que le daban un aspecto de chiquilla traviesa. Con unas orejillas algo separadas que, junto a su cabello siempre recogido, concedían a su nuca un aire de lo más sexy. Daban ganas de acercarse por detrás y darle un bocado draculiano. Cuantas veces soñé que le quitaba aquellos palillos chinos que sujetaban su pelo en un moño desordenado, de puntas rebeldes que se negaban a colaborar; que lo desenredaba con dedos nerviosos mientras le susurraba cositas con mis labios rozando aquellos delicados pabellones auditivos y me dejaba ahogar en aquellos profundos mares del sur que me miraban de una manera que nunca me atreví a indagar.

Sally estaba recién casada.

Sally era dulce y delicada con los abuelitos, algo que aumentaba mi atracción hacia ella, si es que eso era posible. Los trataba con respeto y con un cariño de nieta visitadora, sin perder por ello ni un ápice de profesionalidad. Los hacía reír mediante chascarrillos que sonaban aún más graciosos con aquel acento de Glasgow que yo adoraba; o los regañaba, con fingida seriedad, cuando hacían alguna de sus chiquilladas.

Lo que yo creía que era algo privado, algo entre Sally y yo, una complicidad mutua y anónima construida a base de miradas, sonrisas y breves charlas, resultó que no lo era. Ignoro si ella me mencionaba en las conversaciones que mantenían las enfermeras en su cuartito, entre risas, tés y bombones. Yo por mi parte sí que le había comentado mis inquietudes a mi amigo inseparable, Tobbie, serio y discreto cuando las circunstancias así lo requerían. El caso es que más de una vez, otras enfermeras me hacían comentarios entre risitas y con mucho ritintín, como cuando aparecía por su mostrador para preguntar por cualquier cosa y me soltaban un “Are you looking for Sally?”, o como en otra ocasión que tras pararme un par de minutos a saludar a Sally en uno de los largos corredores, aspiradora en ristre, una de sus compañeras me susurró con sonrisa de pícara  ̶ al final del pasillo lejos ya de Sally ̶ : “She´s just married”, no sé si a modo de advertencia o de provocación.

Un día de aquel frío diciembre los enfermeros (también había algún que otro hombre) me invitaron a su fiesta de Navidad. Habían reservado una sala con bar, en un pequeño hotel en Minto Street. Me sentí especialmente halagado pues fui el único Asistente Doméstico convidado a tal evento. Cuando le comenté a John (seguía quedando con él de vez en cuando) que asistiría a tal festejo, me dijo riéndose “Ten cuidado que puedes acabar en un nurses-sandwich”, lo que le costó una mirada de Jennifer llena de reprocho y celos retrospectivos. Y es que John fue muy golfo en sus tiempos de soltería y sabía de qué pie cojeaban las enfermeras aparte de su amor por los bombones y las patatas fritas. En cambio yo recibí tal comentario con sonrisa bobalicona y mi imaginación calenturienta enviándome imágenes tórridas, de mi cuerpecillo entre dos muchachotas pelirrojas, con bustos merecedores del patrocinio de Central Lechera Asturiana.

Sally participó en la celebración, pero se retiró pronto a reunirse con su recién estrenado esposo. Yo por mi parte bailé, bebí y reí como hacía tiempo. Tan sólo una nube gris cruzó mi ánimo en toda la noche. Una nube que tapó la luna llena, provocándome un escalofrío y cierta zozobra. En el punto álgido de la noche, cuando el alcohol corría a raudales y las inhibiciones pasaban a mejor vida, una de las enfermeras se me acercó y me dijo entre risitas: “Someone´s got a crush on you”, que en castellano de mi pueblo significa: le haces tilín a alguien, o más bien tolón. Es decir, que a una persona le gustas mucho. Por desgracia, o quizás por suerte, entre cervezas, chupitos, bailoteos y risas nunca supe a quien se refería aquella misteriosa y ebria confidente.

Varios años más tarde, en otra fiesta, con otra gente, conocí a un chico maño que resultó que había trabajado de enfermero en mi querido Hospital Sin Sangre, en el mismo ala donde yo estuve, con los viejecitos. Entre picoteo de patatas fritas y tragos de cerveza me comentó que había coincidido con una enfermera muy maja que se llamaba Sally. Mi Sally, según la descripción que siguió. Y nuevamente, tras años de olvido, vi su sonrisa de colegiala y aquellos pozos azul cobalto fijos en mí. A continuación dijo algo que estuvo acosando mi alma durante algún tiempo. Me contó que Sally le había confesado que hace unos años había habido un chico español, trabajando en dicho hospital, que a punto estuvo de hacer tambalear su recién estrenado matrimonio.

Soñé que yo había sido ese chico. Rogué que no hubiera sido yo.