sábado, 23 de febrero de 2013

40- ¡Viva Cuba Libre! (1 abril 2003).



Antaño nuestros mayores solían aconsejarnos: “tú donde vayas: oir, ver y callar”, sabio consejo que más de un problemilla nos hubiera ahorrado a más de uno.

Tal y como les he mencionado con anterioridad, cogía el autobús número 44 para ir al colegio todos los días. Un trayecto que llevaba 45 minutos de ida y 45 de vuelta. Todo ello dependiendo del tráfico y hora, obviamente.

Así que algo había que hacer en todo ese tiempo. Yo, como buen estudiante que siempre fui –en serio− dedicaba el viaje de ida a leer el periódico gratuito Metro, a repasar los temidos phrasal verbs o a buscar palabras en el mini-diccionario que siempre acarreaba en la mochila. Pero el trayecto de vuelta, tras las duras horas de clase, lo dedicaba a socializar con los compañeros de clase. Es decir, a berrear y decir tonterías.

En estas nos hallábamos una tarde, los sospechosos habituales en el piso de arriba, entre ellos el vasco Kepa –al que algunos, aprovechando su carácter bonachón y pacífico, llamaban Kepáassa – sentado a mi vera.

Kepa tenía el día graciosete. Vamos, que parecía más de Barbate que de Tolosa, y se dedicó a animarnos el viaje contando todo tipo de chistes, incluidos los obligados de Chiquito (imagínense por un instante a un vasco con acento fuerte imitando al personaje con sus comorrr, fistro, pecadooorrr , todo ello aderezado con gestos y vocecitas. Vamos, un espectáculo).  Pero el jodido tenía su gracia. Vamos que íbamos orinándonos de la risa.

El repertorio del Txikito de Tolosa abarcaba todos los géneros de chistes ibéricos, al más puro estilo Arébalo: de vascos, de catalanes, de andaluces, de maricones, de putas y de negros. (Les juro a ustedes que mis dedos tiemblan al escribir esto en la Edad de Lo Políticamente Correcto – sólo espero que no me censuren el blog).

Recorríamos Princes Street, con sus numerosas paradas, cuando el Eugenio guiputxi nos pregunta todo serio:

− Un coche con tres negros y un blanco conduciendo: ¿qué tipo de coche es?  


Todos nos quedamos callados. ¿Es un chiste? ¿Qué demonios de pregunta es esa? Tras un par de segundos, nos saca de nuestras dudas:

− Un coche de la Policía.

Hay risas y bronca, debido a lo malo y viejo del chiste. Entremedias yo –con esta bocaza que Dios me ha dado− le digo, dándole con el codo en las costillas:

− Ten cuidado, no vaya a ser que ese de ahí adelante te entienda (señalando a un joven negro que iba sentado dos asientos por delante).

De repente aquel tipo se levanta como un resorte. Se gira. Es un hombre joven de unos 28 años, largo como un día sin pan (que dicen en mi pueblo), con la cabeza rapada y vistiendo una camiseta a punto de reventar, debido a la musculatura. Nos mira con rabia e indignación. Y grita:

− ¡Oye tú, que yo soy cubano eh! (con un acento que confirma tal afirmación).

Silencio.

Más silencio.

Nadie dice nada. Los pocos pasajeros del piso de arriba siguen a lo suyo, a sus periódicos,  sus libros, sus músicas. No entienden, ni les importa lo más mínimo.

Kepa y yo nos quedamos blancos. Mucho más blancos de lo que somos. Rígidos. Sólo nos falta cogernos de la mano y ponernos a rezar un Padrenuestro.

El tipo nos mira con cara de asco. Al levantarse se ha inclinado hacia adelante, con la intención de salvar la distancia con nosotros lo máximo posible. Para provocar un efecto más atemorizador, imagino. Enhorabuena: ¡Prueba superada!

Tras unos segundos, que son horas, nos da la espalda y se sienta. Tras unos minutos saca su móvil, comienza a hablar en una especie de spanglish. Se le entienden palabras “la guagua; unos tipos; riéndose”. Está charlando con algún amigo, o amigos… sólo la perspectiva de la situación me acojona. Nos acojona.

Próxima parada. Sandwick Place.

Tres de nuestro pequeño grupo de cinco estudiantes se apean. “Good luck”, gesticulan moviendo los labios. ¡Cabrones!

Próxima parada. Haymarket.

Kepa se baja. No sin antes mirarme, haciendo gestos con la cabeza indicando a nuestro nuevo amigo.

Traidores. Pienso.

Tras unos minutos alcanzamos mi parada. Slateford Road. Ante mi estupor, el chico de delante se levanta, va hacia las escaleras hacia el piso de abajo del autobús, no sin antes dedicarme una mirada de esas que dicen palabras que no quisieras escuchar.

“Bueno Jorge. Es tu parada. A lo hecho pecho” – me digo, tratando de darme coraje.

Camino por la acera, con dirección a mi piso de Ashley Terrace. Unos metros más adelante veo al chico negro (ustedes perdonen pero considero horrible llamarlo de color) charla de manera acalorada con un amigo, éste de aspecto mulato.

“Jorge, al toro. A por ellos”− pienso. Siempre creí que es mejor encarar un problema que echar a correr. Y si te equivocas, o haces daño a alguien, echarle huevos y tratar de remediarlo. O al menos, disculparte.
Me acerco directamente a ellos. Callan de repente. Me encaran. Hablo antes de que digan nada, dirigiéndome al joven del autobús:

− Oye mira, perdona. No pretendíamos ofender a nadie. No pensamos que podrías entendernos. Son chistes. Algo típico en España. – lo digo todo rápido, seguido, temeroso de que me corte con un directo a la nariz – No pretendíamos ofender −repito−.

El tipo está serio. Todavía muy enfadado. Su acompañante sonríe, prácticamente ríe. Le debe parecer graciosa la situación, o tal vez es la risa previa a la paliza que me van a dar.

− No pasa nada tío – me contesta, extendiéndome la mano, en señal amistosa. La acepto. Mientras el otro sigue mirándome ofuscado, todavía ofendido repite el gesto de paz.

− ok – les digo y me giro para alejarme.

Tras unos pasos, el pacífico me grita:

− ¡Oye tú!

“Mierda, y yo creyendo que iba a irme de rositas”− pienso, y vuelvo a acercarme a distancia de puñetazo, en vez de salir por patas como todo hombre sensato hubiera hecho.

− ¿Tienes hachis?
− ¿Eh? No, no fumo.

Me mira a los ojos. Sin dejar de sonreir. Hace aspavientos con las manos:

− ¡Tío, ahora sí que me ofendes!

 Continúo mi camino pensando que estas cosas sólo me suceden a mí.

viernes, 15 de febrero de 2013

39- Charlas y Bolsos; Risas y Galletas de Chocolate (15 marzo 2003).



El curso avanzaba sin esperar a nadie. Carecía de piedad o empatía. Si estabas agotado como resultado de una larga semana entre platos sucios, cacerolas que frotar y cervezas trasnochadas, el fin de semana tu homework te miraba a la cara y se reía de tus lamentos.

El examen para el First se acercaba. En unos pocos meses me enfrentaría a mi primera gran pregunta: ¿Realmente he mejorado mi inglés?

Aquel curso fuimos un grupo de alumnos privilegiados. Contábamos con dos profesoras – Wendy (irlandesa) y Alexandra (escocesa) − que se desvivían por nosotros. Su único objetivo en esta vida parecía ser, que el mayor número posible de alumnos pasara las famosas pruebas del First (Speaking, Listening, Writing, Reading y Grammar).

Wendy era una persona encantadora. De naturaleza simpática y abierta, pero una profesional como la copa de un pino (que dicen en mi pueblo, y que nunca entendí semejante comparativa). Era una profesora la cual notabas que se preparaba cada lección como si en ello le fuera la vida. Tenía el necesario sentido común a la hora de dividirnos en parejas o grupos, mezclando a los españoles – gran mayoría− con estudiantes de otras nacionalidades. Además contaba con mano izquierda, para saber encauzar una clase cuando se iba por otros derroteros (normalmente a consecuencia de discusiones absurdas entre nosotros, los ibéricos, tanto en inglés vallecano como directamente en español). Recuerdo una vez que nos enzarzamos en una disputa dialéctica entre dos grupos, sobre algo tan banal que ni lo registré en la memoria, y que yo mismo zanjé con un “C´mon man don´t sell me the motorbike!” que arrancó carcajadas entre los spaniardos y bocas abiertas entre chinos y polacos (que no entendían que tenía que ver la venta de una moto en todo aquello).

Alexandra era una señora mayor, de Glasgow. Gafas redondas y pelo gris larguísimo, en coleta hasta la cintura. Era tan mayor que todos creíamos que le faltaban no días, sino minutos para jubilarse. Hablaba con voz dulce y suave. Apenas un susurro. Necesitabas toda tu concentración sólo para escucharle. Esto, junto a su acento cerrado de Glasgow provocaba un silencio respetuoso y atenazado en la clase. Alexandra nos preparaba para la prueba de hablar. El llamado speaking. Recuerdo todavía sus sabios consejos. Nos decía que hablásemos continuamente en la prueba (un diálogo con tu establecido partner, comentando una foto, delante de los examinadores). Si desconocíamos una palabra, debíamos dar un rodeo en nuestra declamación, eligiendo otras palabras para expresar lo deseado. Que no nos preocupásemos por los errores. Si bien, tratáramos de no dar graves patadas a la gramática de su Graciosa Majestad. Mejor hablar que quedarse callados, era su lema. “Keep talking, you just keep talking” todavía la escucho en mi cabeza (tras tantos años), con su voz dulce y su marcado acento de Glasgow: alargando las vocales en ambos verbos: sonando algo así como: “kiiip toooking, iu iest kiiip toooking”. Y claro, yo seguí su experto consejo. ¿Cómo no hacer caso de una profesora de por lo menos ciento cuarenta y dos años?

Volvieron los cafés de máquina en vasito de plástico, las charlas, las risas en la cantina. Nacieron nuevas amistades que fueron cuajando a base de diálogos en inglés , en español y en spanglish. Al igual que conocí a Bea y David, entre libros y diccionarios, también Marta y Cristina entraron en mi vida. Ésta asturiana, aquella gallega. Eran como la leche y el colacao. Tan diferentes que no podían estar separadas ni un instante. Eran como Pin y Pon, imposible hablar de una de ellas sin mencionar a la otra.

Marta y Cristina compartían un pequeño piso en Dalry Road. En seguida nos aficionamos a las visitas de café de kettle, cotilleo y galletas de chocolate Mcvitie’s (cuyo ingrediente secreto impide que empieces un paquete y no lo termines). Nos dedicábamos a despellejar a éste o aquella, planear brillantes futuros o arreglar las injusticias que oprimían al mundo. Todo ello con dosis de carcajadas que saciaban nuestra adicción para el resto de la semana. Y es que, al principio, reir de manera incontrolada, entre amigos, es una de las carencias que atacan tu alma emigrante. De ahí que cuando la nostalgia muerde, tantos y tantos acaban por retornar a Iberolandia, donde nos reimos hasta de un cuadro. Muchas veces reimos por no llorar.

A veces acudíamos los tres (Bea, David y yo), en otras ocasiones sólo los chicos, e incluso yo continué la no muy saludable tradición (por la ingesta de calorías, no por la compañía) cuando ellos regresaron a España. Debo confesar que yo me solía dejar caer, de vez en cuando, por si coincidía con una visita de Clara.

Clara era amiga de Pin y Pon. Una de esas muchachas que tienen el don de la belleza natural. Esa rara condición que viene de serie, o no viene. Poseía un tipo bien formado y de medidas proporcionadas. Rostro simétrico, ovalado. Labios carnosos y dentadura perfecta y blanquísima (tras vivir en Escocia por un tiempo comienzas a apreciar este pequeño detalle). Pómulos indiscretos y ojos de escándalo. Unos ojos que miraban y ataban. Esmeraldas imantadas. No dejaban escapar. Tú mente decía “corre por tu vida, chaval”, pero tus piernas se volvían gelatina.

Clara además conocía los secretos de cómo disfrazarse y pintarse de guerra, de modo discreto pero arrollador al mismo tiempo. Sin llamar en exceso la atención, con clase pero con personalidad. Con un toque dulce y al mismo tiempo sofisticado.

Clara me gustaba, un poquitín.

Pero. ¿Por qué siempre hay un “pero”? Pertenecíamos a mundos diferentes. Ella de Saturno, yo de Neptuno. Nada que ver. Nada que hacer. Incluso su manera de hablar −el tono, la dicción, el léxico (trufado de muchos o-sea,  te-lo-juro y me-muero-tía)− pertenecía a un universo diferente al mío.  A todo   esto debería añadir que la chica no callaba ni haciendo inmersión con oxígeno en el Mar Rojo. Era un constante flujo de palabras, pegadas unas a otras sin apenas espacio. Una ametralladora dialéctica. Ratatatata. Un ataque devastador que te hacía plantearte dos opciones: o bien exhibir el consabido trapo blanco, o bien meterle una galleta de chocolate en su preciosa boca. En una ocasión, al salir de una de nuestras visitas cafeteras, David, el muy golfo, me dijo “¡Uf pal, creía que no iba a callar!” haciéndome reir hasta las lágrimas. ¡Qué cabrón!

A pesar de esos pequeños defectillos, Clara me gustaba un poquitín.

Mas un día sucedió lo que tenía que suceder. Ocurrió un hecho que zanjaba el asunto. No había nada que hacer. Pasó algo que derrumbó las pocas posibilidades de éxito que el destino cruel tenía para nosotros como potencial pareja. Allí estábamos todos, una tarde más, con nuestro café de kettel, nuestras Mcvitie's, nuestros chistes y cotilleos. Una tarde como tantas otras. Una tarde disfrazada y  embustera, que escondía un hecho atroz a punto de suceder. Una tarde traidora y agorera. Clara mostró aquella sonrisa imposible y angelical, alzó su voz a mitad de la conversación y exclamó: “¡No os lo vais a creer chicos, he visto un bolso en una tienda de George Street que era ideal de la muerte!” (Lo dijo en serio, sin una pizca de ironía en su tono. Se lo juro a ustedes por Snoopy).

Aquella aciaga tarde comprendí que Clara no era mujer para mí.