domingo, 27 de enero de 2013

38- Sobre Espadas y Princesas (1 Marzo 2003).


Hubo más escapadas a Londres. Más aventuras y desventuras. Buena gente por el camino y otra no tan saludable.

Mas poco a poco el oro se fue acabando. Los escasos ahorros, que poseía en mi cuenta de España, mermaban a pasos agigantados. Los reservaba exclusivamente para mi carrera en la U.N.E.D., de ahí que nunca los hubiera usado para otros fines, a pesar de las miserias pasadas al principio de mi estancia en Edimburgo. Entre vuelos, hostales, libros –editados por la Universidad− y las m-atraco-las pagadas por cada asignatura, incrementando su importe a casi el doble si la escogías por segunda o tercera vez  (sólo les faltaba tener a alguien en recepción, pistola en mano y máscara del presidente Lincoln sobre el rostro), el dinero se fue evaporando. Tuve que aparcar la carrera. Ahí, en un espacio libre, en la esquina del fondo a la derecha, del garaje de la vida. Ahí quedó, tras casi tres cursos completados, acumulando polvo sobre su vieja carrocería. Con los cristales sucios y los neumáticos desinflados.

Los recuerdos de aquellos viajes se me amontonan. No logro diferenciar fechas, evaluaciones y convocatorias. Me veo a mi mismo medio extraviado en el metro londinense. Plano en mano. Todas aquellas líneas de colores, números y letras. Paradas, transbordos, línea circular. Menudo jaleo. Una chica se acerca. Es joven, atractiva sin llegar a ser hermosa. Ojos azules brillantes y blanca sonrisa: “Are you lost?” me pregunta, con la familiaridad del extraño. Le comento que estoy un poco desubicado. Que tanta línea de colorines en aquel plano, que sostengo en mis manos, me ha mareado ligeramente. Su sonrisa se agranda y comienza a explicar el funcionamiento de las dichosas rayitas de colores. Las paradas, los transbordos, la línea circular (sentido hacia A, frente a sentido hacia B). Los cartelitos electrónicos, los minutos que faltan para cada tren, los andenes. Habla con un inglés perfecto (claro Jorge, es su idioma, pienso). Pero no me refiero a eso. Su dicción, su pronunciación. Es una bendición para mis oídos todavía novatos (aunque llevase un año en el Reino Unido). Tenía un ligero acento. Diferente. Encantador. Luego –con los años− aprendí que procedía del otro lado del mundo: de Nueva Zelanda. Lo averigüé cuando conocí a Erika, una chica neozelandesa de nombre vikingo que destrozó mi corazón a base de sonrisas y caricias. Pero eso sucedería años más tarde.

En otra ocasión, tras un exitoso examen de Biología (notable alto aparecería en la nota para mi grata sorpresa), comencé a hablar con una de las secretarias del colegio español donde realizaba las pruebas. Imagino que la euforia post-test me dio alas para conversar con aquella desconocida. Se llamaba Ana. Gallega y muy simpática. Y entre una cosa y otra, sin saber muy bien cómo, acabé en su casa. Me preparó un potaje gallego que quitaba el aliento. Y una especie de torrijas que con sólo mirarlas me hacían salivar, como al perro de Paulov. Aquella chica cocinaba como una madre. Me contó que estaba casada con un tipo con maletín de cuero. Con mucho dinero y poco tiempo. Viajante y viajero incansable. Ordenador portátil y agenda electrónica. Lo explicaba con cariño y cansancio. Con resignación de fiel esposa enamorada, con vocación de princesa encantada. El teléfono sonó de repente, era su marido. Como si nos hubiera escuchado desde un universo paralelo. Ella contestó. Todo risas y complicidades. A él no le podía escuchar, pero lo imaginé susurrándole piropos y chascarrillos. Ella le explicaba con naturalidad pasmosa que estaba compartiendo mesa con un extraño, al que acaba de conocer hace una hora. Más risas. Y aquel acento cantarín, tan dócil y entrañable: “Noo, todavía no me comióó”. Nunca supe si se refería a las torrijas o a otro tipo de postre.

En otro de mis viajes al big smoke inglés reservé habitación para dos noches. Poco a poco iba aprendiendo a planificarme mejor. Todavía en la memoria aquella primera noche helado de frío y callejeando en busca de alojamiento. Lo hice a través de internet. Encontré un bed and breakfast con precios razonables y sugestivas fotografías.

Era una zona algo desangelada. Lejos del centro. Un barrio donde observé gran número de vestimentas árabes. Algunas mujeres con pañuelos cubriéndoles el cabello. Otras tapadas totalmente, de pies a cabeza, salvo una pequeña apertura a la altura de los ojos. Otras observé igualmente cubiertas pero con una especie de rejilla de tela cubriéndoles también el rostro. Éstas últimas me producían cierto resquemor. Casi un miedo resurgido de la lejana infancia. Por aquel entonces no conocía la denominación exacta de tales ropajes: hijáb, niqab y burka.

Volvía de hacer un examen de Psicometría –mi auténtico talón de Aquiles− triste y cabizbajo. Sabedor de que no aprobaría, que tendría que matricularme por segunda vez y pagar un pastón el curso que viene. Decidí calentar el cuerpo y el ánimo con un buen cappuccino (recién descubiertos por mí, me había aficionado a ellos con la entrega del alumno aplicado).

Entré en el primer bar con aspecto de cafetería que vi. Era un local de la cadena Starbucks, donde sirven un brebaje de color sucio al que llaman café. Pero les podría jurar que ese líquido es cualquier cosa menos café. De todas maneras un cappuccino es como un gran vaso de leche caliente y espumosa al que añaden unas gotas de dicho brebaje negruzco. En aquellos tiempos los adoraba, hoy en día los detesto. Nunca me gustó la leche sola caliente. Disculpen, me voy por las ramas. Pedí mi batido de leche caliente con polvitos de canela y elegí una mesa en una esquina discreta. Saqué el libro que siempre llevo en la mochila (uno diferente cada vez, no vayan a creer que acarreo siempre el mismo) y me dispuse a bucear en otro mundo, vivir otras vidas, amar y odiar con la seguridad del subalterno desde la barrera.

Ya había notado algo extraño según entré en el bar. Procuré no mostrar la sorpresa que me produjo ver que toda la clientela era árabe. Todo eran ropajes largos, barbas pobladas y pieles oscuras. Incluso varios de los camareros tenían ese aspecto. Vencida la primera impresión, como dije pedí mi café y me senté.

De vez en cuando levantaba la vista del libro. Me gusta observar a la gente. El libro es una especie de parapeto que me permite hacerlo sin llamar demasiado la atención.

Entonces dos luceros me deslumbraron.

A un par de mesas de distancia había un grupito de chicas. Eran jóvenes. Musulmanas, o al menos eso indicaba su vestimenta. Algunas sólo vestían el pañuelo en el pelo (hijáb) y otras llevaban el niqab. Los ojos que me cegaron provenían de uno de estos últimos. Eran unos ojazos del color de la coca-cola, brillantes y ligeramente almendrados. Ojos que mostraban la tierna sonrisa que el velo ocultaba. Ojos que llamaban desde la distancia. Faros que hubieran hecho naufragar al marino más osado, en lugar de llevarlo a buen puerto. Me quedé ensimismado.

Desde mi atalaya observaba la situación. Otro grupo de chicos jóvenes se situaba en una mesa cercana a la de las chicas. Eran adolescentes. También musulmanes. Reían y se daban palmadas y abrazos entre ellos. Cruzaban miradas con las muchachas. Éstas a su vez se susurraban entre ellas secretos y consignas. Puro cortejo adolescente. Pero a la vieja usanza.

Los luceros me deslumbraron de nuevo.

Eran como un imán. Miraba aquellos ojos y sentía una paz infinita. En un par de ocasiones la chica, al sentirse observada, cruzó fugazmente son ojos sonrientes con mi forastera mirada. Apenas un segundo. Retornando rápidamente a su entorno de seguridad.

De repente, yo también noté algo raro. Lo sentí con los ojos del interior. Aquellos que te avisan de presencias que todavía no llegaste a vislumbrar. Giré la cabeza hacia la mesa de los chavales. Uno de ellos estaba clavándome la mirada. Una mirada hostil. Una mirada enemiga. Entonces hizo un gesto que me produjo un desasosiego físico y mental: se llevó el largo dedo índice bajo la oreja izquierda, lo fue deslizando poco a poco a lo largo de todo su cuello, hasta situarlo bajo su oreja derecha… sin dejar de mirarme ni un instante.

Inmediatamente bajé la mirada y seguí leyendo. Inútil intento pues sólo veía aquella mirada de odio y aquel largo dedo. Me acabé de prisa y corriendo el café y salí de aquel lugar.

“Mi reino por un caballo”, dicen que exclamó en su día el rey inglés Ricardo III. Yo en aquel momento hubiera dado mi reino por una espada. La espada de Santiago Matamoros, para mostrarle al infiel ese por dónde se podía meter el puto dedo.

domingo, 20 de enero de 2013

37- I´m going to London baby (II) (12 febrero 2003).


No se lo van a creer ustedes, pero a pesar de toda la preparación y consultas en internet, me fui a Londres sin reservar una habitación. Vi que en la zona de King´s Cross existían multitud de hostales y bed and breakfasts, así que no me tomé la molestia de hacer una reserva. Yo es que soy así de chulo (es decir, así de desastre). Me eché la mochila pequeña a la espalda, libros, mudas, un par de bocadillos y me lancé a la aventura.

Como no podía ser de otra manera, llegué de noche. No era tan tarde, pero en el Reino Unido los horarios funcionan algo diferente. Tras una larga jornada, avión, autobús al centro de la ciudad, allí estaba yo, en mitad de una calle, pelado de frío, agotado y sin tener la mínima idea de donde me encontraba. Todas las calles me parecían la misma. Todos los nombres me sonaban igual. Me había bajado en la parada que me recomendó el conductor, al cual apenas pude entenderle. ¿Por qué hablan tan diferente el mismo idioma, unos y otros? Es una pregunta a la que nunca encontré respuesta.

Hacía frío, todo era oscuridad. No llovía pero la noche inglesa me escupía con desprecio. ¡Vuelve a Jockland! Parecía gritarme. Me acercaba a las farolas y abría el mapa callejero. Un libro grueso que había comprado. La letra minúscula, las callejitas de tamaño ridículo. No veía nada, a pesar de la luz de las farolas y escaparates. Decidí guardar el recién estrenado atlas y moverme por instinto. Siempre me fue fiel, mi instinto. Mucho más que la zorra de la orientación.

Callejeando comencé a descubrir hostales. Había varios en la misma calle. Pero a medida que iba acercándome, descubrí que la mayoría estaban llenos. En algún otro que llamé ni me abrieron la puerta. “Bien, Jorge. Cagándola como siempre”. Me abronqué a mí mismo.

Sin darme cuenta me metí en una callejuela estrecha, no parecía llevar a ningún sitio. Pero al fondo se distinguía el neón de un bed and breakfast. Crucé los dedos, dentro de los bolsillos de la cazadora y me acerqué a la puerta. Llamé al timbre. Nada. Me asomé a la ventana sin cortinas. Había una luz encendida al fondo de la estancia. Golpeé el cristal. Nada. Insistí con largos timbrazos. Ni un alma. No me lo podía creer. Era como si hubiera un complot contra mi persona. Me giré y seguí caminando. Hacia el comienzo del callejón.

De repente lo vi.

Un tipo cruzaba la calle y se dirigía hacia la acera donde yo estaba. Me miraba y hacía señas. También hablaba, pero la distancia me robaba sus palabras. Venía directo hacia mí. No distinguía todavía sus rasgos. Mediana estatura, sin abrigo, tez oscura. Instintivamente saqué las manos de los bolsillos. El golpe de adrenalina hizo el resto. Mano derecha en bolsillo del pantalón. Con rapidez. Como si lo hubiera ensayado mil veces en lugar de haberlo leído en alguna novela. Saqué las llaves y las encerré con mi puño derecho. La puntita de la llave del piso asomando entre los dedos. Puño cerrado. Nudillos blanquecinos. Brazos algo encorvados y separados del cuerpo. “Menos mal que me puse las botas militares” pensé viendo lo torcido de la situación. Son el mejor complemento por si hay que dar una patada y salir corriendo.

A medida que se acercaba, el chaval incrementó la sonrisa. Tenía aspecto hindú, o paquistaní. En aquella época todavía no los distinguía. Incluso actualmente me cuesta bastante diferenciarlos. Inmediatamente notó mi tensión. Se paró a medio camino, intuyendo que no era bienvenido en mi espacio personal. “Are you looking for a room, mate?” me preguntó, con acento extraño. Le respondí afirmativamente, todavía con inquietud. Me hizo gestos inequívocos de que le siguiera. Hacia la entrada de la calle. Si hubiera indicado hacia el otro sentido, me hubiera negado. Le seguí a una distancia prudencial. Llave en puño. Miraditas por encima del hombro. Nadie más tras mis pasos. Llegamos a una puerta. Un hotel. Una entrada de apariencia lujosa. Hotel Carlton, decía el cartel luminoso. Me dijo que preguntara adentro. Esto es muy caro para mí, le insinué. Volvió a lucir aquella sonrisa. Era una sonrisa amigable, dientes increíblemente blancos y perfectos. Comencé a relajarme. Incluso guardé las llaves en el bolsillo. Mi vocecita interior me susurró que la situación de supuesto peligro había pasado. Mis niveles de adrenalina volvieron a la normalidad.

El tipo llamó en mi lugar. Asomó la cabeza y le hizo una seña a la chica que atendía recepción. A continuación entré yo. “Good luck my friend”, dijo el chico a modo de despedida, con su eterna sonrisa. La chica también me sonreía. No entendía nada. Primero la noche inglesa me mostraba su desprecio, escupiéndome esa ridícula llovizna, prima lejana de mi añorado chirimiri. Y ahora todo se tornaba en cálidas sonrisas. Comencé a tratar de explicarle a la bella inglesa mi situación de penuria económica. Pero me interrumpió ofreciéndome un precio que no pude rechazar. Una habitación doble, con baño y ducha, por menos de la mitad de su precio. El cansancio se juntó con la suculenta oferta y acepté.

Abrí la puerta de la habitación y no lo podía creer. Allí estaba yo, ante un cuarto de hotel de película, por el cual había pagado un precio rozando lo ridículo. Una habitación espaciosa, con una cama enorme, una mesa de trabajo grande, con su lámpara y todo. El baño era amplio e impoluto. La ducha, tras una mampara de cristal, se veía de cabeza ancha y potente. Toallas blancas inmaculadas, con el logotipo del hotel. Jaboncitos y demás detalles me daban una bienvenida de aromas delicados.

Dejé caer la mochila, junto a la cama. Las pesadas botas quedaron abandonadas como dos viejos cascarones hartos de navegar. El resto de mis ropas sobre la silla, junto a la mesa. Dejadas de cualquier manera, con el desprecio del agotamiento.

Anduve descalzo, y como mi madre me trajo al mundo, hacia el cuarto de baño. Dispuesto a batir el record Guinness de tiempo resistido bajo un chorro de agua hirviendo.

Esa noche dormí como un niño tras un largo día en la feria -en las barracas, que dirían en mi pueblo-.

viernes, 18 de enero de 2013

36- Historias para no dormir (1 mayo 2003)

Me van a permitir un pequeño salto en el tiempo, hacia adelante, antes de que les cuente la segunda parte de mi viaje a Londres.

Hoy me levanté con la sangre nostálgica corriendo por mis venas. Comencé a abrir las cajas que contienen pedazos de mi vida. Cajas de plástico transparente, llenas de libros, fotos, objetos inservibles, recuerdos que debí tirar hace tiempo y vacíos que no supe cómo llenar.

Entre tanto cachivache hallé una libreta grande, de anillas, con sus hojas alineadas. Mi vieja libreta de writing. Como parte de nuestra preparación, para el examen del First Certificate in English, la escritura era una de las tareas principales: essays, reports, articles, journals and short stories.

Este es uno de los mini-relatos que escribí en aquellos días. Por favor, no sean ustedes muy severos a la hora de puntuar mi inglés de aquella etapa (a pesar de estar corregido por la profesora, se nota pobre y rudimentario). Pero es parte de mi historia, de mi experiencia. Ahora lo leo desde arriba, como desde otro planeta. Me hace sonreir. Cierro los ojos y me veo en aquella clase. Concentrado. Tratando de volcar sobre el papel de lineas lo que bullía en mi mente. Intentando que el pequeño interruptor en mi cerebro se pusiera en la posición: English On.

(Pequeña aclaración: el término Hot lo usan mucho para referirse a comida “picante”. No significa “caliente” en este contexto).

                                                      “Hot Pizza”

The following story happened to my dear friend Katie and when she told me I became speechless.

It was a really bad night. The wind was blowing outside hitting the windows with great force. Outside in the street it was absolutely dark because the street lamps were off because of the storm. The rain fell heavily and she could hear it hitting the windows and the roof of her flat. She was reading a book in bed with a couple of candles because there were no lights in the house either.

Her flatmate, Kelly, had left the flat to have fun with some friends. But Katie stayed at home because she felt a wee bit sick. Her stomach was killing her.

− I´ll never eat hot pizza again. I swear to God!− She said to herself.

Little by little she felt her eyes getting heavier and heavier... and finally she fell asleep.

Suddenly she woke up. She was wet with sweat. She had had a horrible nightmare. She got up from bed and went to the toilet.

− Damn stomach! − She thought.

While she was sitting on the toilet, she could hear some steps on the other side of the door that was locked. Then, the handle turned down.

−Wait a minute Kelly! – She said thinking her friend has already arrived. It was 2.15 in the morning. – Tomorrow you´ll have a hell of a hangover, baby − She thought.

When she finished she washed her hands and went out into the corridor. It was completely dark. She used one of the candles from the bathroom to see by.

− Kelly, I´ve finished! – She said in a loud voice. But there was no answer.

Then, she went into Kelly´s bedroom... it was empty and her bed was tidy with all of her dolls on the top looking at her as if they were laughing at her.

− I hate those bloody dolls – She said aloud.

She checked the kitchen... nothing. Then she went to the living room... darkness and emptiness as well.

She checked the street-door. It was locked and the key was in the lock.

She run to her room absolutely pale and frightened. She crept into the bed and began to pray.

She was alone in the flat.

miércoles, 16 de enero de 2013

F35 - I´m going to London, baby! (I) (11 febrero 2003).


El tiempo pasa volando. Lo decimos tan a menudo que acabamos olvidándolo. Cada año que transcurre el proceso se hace más breve. Es como si hace once años viajase en clase turista y actualmente lo hiciera en la zona vip. Cada año más corto, más rápido, más cómodo. En un tobogán enloquecido que nos roba juventud y agilidad. Contemplo ahora mismo mi fotografía de aquel año. Es una pequeña foto pegada en el carnet del Jewel Esk Valley College. Tengo el rostro aniñado a pesar de mis cumplidos 32 años. Pelo algo largo, con mechas rubias. Un aspecto de veinteañero. Una década de retraso, o de adelanto, según se mire. Mi eterno problema. Edad frente a apariencia. Reflejos en el espejo que mienten, que te muestran una edad tan sólo en la superficie. Una edad que dejaste atrás hace casi diez años, pero que se resiste a abandonar tu cuerpo, tu rostro. A veces me pregunto si habré hecho un pacto con el diablo, así sin darme cuenta. Un intercambio faústico: un aspecto juvenil a cambio de mi alma. Un trato firmado con sangre que no recuerdo haber sellado. Debió de ser mientras dormía, confundido en brazos de Morfeo, sucumbiendo al maligno en forma de sensual y ardiente pelirroja.

Ahí estaba yo, camino de cumplir mi primer año en la bella Escocia. Empezando a rodar por el 2003, con la confianza del ya no tan principiante corredor. Tan ocupado que me cuesta creer que tuviera la energía suficiente. Seguía peleándome con las enormes cacerolas en la cocina del gimnasio. Preparaba el examen del First –con los malditos phrasal verbs− en el colegio. Continuaba la carrera de psicología que dejé aparcada al irme de España. Salía de juerga con los del trabajo. Quedaba con los de clase. Disfrutaba con Bea y David de las visitas a pueblecitos con sus castillos, museos, carrot cakes y acantilados. Soñaba con los ojos abiertos y dormía con los pies fríos.

Sí, decidí matricularme en un par de asignaturas gracias a las facilidades que ofrecía la U.N.E.D. Aprovechaba mis días off para acercarme a la biblioteca. Mis tochos de libros en la mochila. Reviviendo viejas experiencias. Apuntes tomados en otra vida. Tarjetas de cartón con caligrafías que me trasladaban en el espacio y en el tiempo. Marcadores fluorescentes y bolígrafos de colores.

Era semana de exámenes. Sopesé la idea de presentarme en mi ciudad norteña en España. Pero desistí debido a razones económicas y al poco tiempo transcurrido desde mi visita. Por tanto la opción más adecuada era Londres. Las pruebas se realizaban en un colegio español de la capital inglesa. Días atrás pasé horas de planificación (mapas, hostales, vuelos, trenes, metro) complementadas con horas de repaso. El estrés despertaba a gritos el punto negro en mi espalda. Aquella vieja lesión, cosechada en el taller de Hombres, venía reclamando protagonismo. Yo la combatía a base de duchas calientes, placenteras lecturas nocturnas y matutinos cola-caos con magdalenas. No hay mejor remedio contra el estrés que resucitar la magia de las mañanas de tu infancia. Mañanas de estufa de butano, peinado con raya, abundante colonia y besos maternos. Y aquellos cola-caos con magdalenas.

El plan era ir tres días al Big Smoke inglés, rellenar las casillas de dos tests – a poder ser con la respuestas correctas−, hacer un poco de turismo paleto –sí, lo admito, yo también me hice la foto delante de un jinete de la Guardia Real− y vuelta a Edimburgo. La excitación crecía cada día que pasaba. Sería la primera vez que pisara la gran ciudad. Ya me veía subido en su metro, o en esos gigantescos autobuses rojos, extraviándome por sus grandes avenidas y sus estrechas callejuelas. Yo, ¡que me pierdo en mi pueblo! A mi lado el gran Paco Martínez Soria (que volvía loca a mi madre) sería un GPS con patas. Cuando me fabricaron olvidaron instalar el sistema de orientación y localización. La visión espacial dejémosla para los astronautas. Yo me guío por el sabio refranero español: donde fueres haz lo que vieres y por supuesto: preguntando se llega a Roma.

La víspera del vuelo me encerré en el baño. Estuve tres horas, gomina en mano, preparando mi peinado londinense. Una especie de cresta punkie sin orden ni concierto. Compuesta de diferentes churros de pelos, gruesos y de varios centímetros de altura. Todo ello a juego con una camiseta negra, con la leyenda de un grupo punk con nombre de enfermedad venérea. Rachel desistió de aporrear la puerta y se fue a mear al jardín. Junto al perro del vecino. Mientras mascullaba juramentos en gaélico y arameo.

Al fin salí. Entré en el living room donde Rachel daba cuenta de un plato lleno de salchichas, huevos revueltos, morcilla escocesa y panceta autóctona –ignoro donde metía la chica tanta caloría−. Me paré en el umbral de la puerta, brazos en jarra como si fuera a tirar un penalti.

“I´m going to London, baby!”

Rachel, sorprendida, se giró y quedó con la boca abierta, ahí enseñándome todo el revuelto calorífico entre sus bellos dientes. Se rió como ella sólo sabía hacer. Como una muchacha traviesa. Sus ojos brillaron con lágrimas mientras luchaba por no morir atragantada con el bacon. Cuando al fin tragó, se calmó y me dijo:

“Hey man, you look cool!”

No sé qué pensarán ustedes, pero a mí me hizo ilusión. Tal piropo viniendo de una jovenzuela de veintitrés primaveras.

No, si al final se lo tendré que agradecer al diablo.


martes, 8 de enero de 2013

F34 - Un puñetazo sobre la mesa (24 enero 2003).


Hay momentos en la vida en los que uno ha de pegar un grito. Dar un puñetazo a la mesa. O como dicen en mi pueblo: poner los cojones encima de la mesa.

El día a día en el gimnasio fue cambiando. Porque todo evoluciona. Nada se mantiene. La energía ni se crea ni se destruye, se transforma, y todo eso. Es ley de vida. Unos se van, llegan otros nuevos. John abandonó el barco muy pronto (algo que nunca le perdoné y se lo eché en cara, en broma,  en más de una ocasión). Pero no fue el único. Con tanto movimiento la química del grupo se rompe. Descubres, de repente, que ya no disfrutas como antaño. El trabajo cada día se parece más a un trabajo. Ya no hay risas con las camareras, o las hay menos. Ya no existe esa complicidad con la nueva chef. Y el segundo nuevo chef (entonces había dos) no te cae bien. Empiezas a mirar al reloj, a cada momento. Mala señal. Eso siempre es una mala señal.

El segundo chef era un gilipollas. Para que vamos a maquillar la realidad con palabras tono pastel. No es que fuera una mala persona, pero tenía ese aura de superioridad que viste cierta gente. Mejor dicho, de sentimiento de superioridad. Y, qué les voy a contar a ustedes, ese rasgo tan humano me repatea el hígado. Es algo superior a lo que puedo aguantar. Imagino que su elevadísima estatura, su fuerte complexión, sus ojos azules, su cabello rubio, su acento sudafricano, sus dotes de mando, su bella novia francesa… todo ello así mezclado formaba un cóctel molotov en su personalidad. Así era Chris. Del que ya les hablé anteriormente.

Chris poseía esa cualidad irritante de mandar, como viejo sargento chusquero. Le importaba un pimiento si aquello era parte de tus responsabilidades o no. Disponía tareas como aquel que reparte cartas trucadas. Siempre deslizándose todos los triunfos para sí mismo. Yo cocino (frío hamburguesas,  meto al microondas salsas precocinadas, hundo patatas en aceite industrial hirviendo) tú limpias la mierda que voy dejando a mi alrededor. Aparte, por supuesto, de la basura que te traigan los camareros. Y de fregar los suelos y de ordenar toda la cocina y de limpiar tu lavaplatos y de reponer vajilla limpia y de frotar las cacerolas y de limpiar las encimeras y de y de…

Eso sí, siempre con una sonrisa. El muy cabrón.

Chris me agotaba. Llegaba más cansado de lo normal a casa. Rachel me lo notaba. Me preguntaba. Se preocupaba por mí. A veces, ella, incluso fregaba los platos de la cena cuando era mi turno de hacerlo. Un día le conté lo que me sucedía en el trabajo. Que estaba harto ya. Que me sentía utilizado, pero que no quería crear un mal ambiente en la cocina. No quería discutir con Chris. Al fin y al cabo era uno del grupo, muy amigo –y flatmate− de su compatriota Paul, que me caía genial. Rachel me escuchó con paciencia, con gesto serio. La recuerdo con su cup of tea y mirándome fijamente. Cuando acabé mi relato de queja me dijo que eso no era justo. Que ciertas tareas no eran asunto mío. Que él no tenía derecho a exigirme ciertos trabajos que eran competencia suya. Que no importaba si era parte de la cuadrilla o amigo de Paul. Que no dejara que abusara de mí. Que le plantara cara. Y concluyó con una frase que me infundió coraje para la batalla: “Jorge, sometimes you have to put your foot down!” Que es el equivalente anglosajón a nuestro tan ibérico puñetazo a la mesa.

Así que, a la mañana siguiente, me armé de valor, me tomé un doble colacao matutino y acudí a “la oficina”. Fue un jueves tranquilo, sin los ajetreos del fin de semana y además al día siguiente tenía libre, algo que siempre anima el espíritu del trabajador.

Se lo dije de buenas maneras. Mira Chris, yo creo que esto no me corresponde hacer a mí y tal y tal. Me cortaba, se ponía a hablar parrafadas a toda velocidad en su extraño acento africano. Hacía aspavientos. Amenazaba apuntándome con su dedo. Nada British su actitud, me temo. Claro, es que es sudafricano, me decía yo para consolarme. Y yo cada vez más nervioso. Mi inglés más inútil que nunca. Cuando más te necesito (pensaba yo) y me abandonas. ¡Maldito seas! Mi inglés convertido, de repente, en inglés de parvulario. Tartamudeando. Dudando. Mal pronunciando. Una basura de idioma. Y claro, el contrincante se agranda, se infla de orgullo. Te mira por encima del hombro. Abusón y egoísta como su madre lo echó a este mundo. El cabrón. Perteneciente a ese grupito (afortunadamente pequeño) de angloparlantes que cuando no te entienden en inglés, o ven que no te expresas bien, que te cuesta comunicar, piensan que eres tonto. Que eres un estúpido incluso en tu idioma. Que no sabes defenderte. Incluso que ignoras cómo buscar ayuda. Te creen un monigote, del que pueden abusar y reírse después.

Le dije que no iba a limpiar sus inmundicias. Esa noche. No le gustó. Me miró torcido y me gritó que más me valía no irme del lugar de trabajo sin limpiar TODA la cocina.

Me gritó.

Nunca, en casi un año, me habían gritado en este país. En mi querida región norteña española sí. Muchas veces. En la mili, en la calle, en mitad del tráfico, gente cercana y querida también, profesores, en el trabajo (tanto jefes como compañeros), en los bares, los amigos, los enemigos…

Y pensé:

“¿Ah sí? ¿Esas tenemos? ¿Intento defenderme y se acabó el buen rollito, la linda sonrisa, la miradita azul cielo?

“¡Pues ahora te vas a cagar!”

Esa noche me encerré en mi cuarto sin cenar. Me temblaban las manos. No hubiera podido sujetar los cubiertos. Me puse a redactar como un loco un par de folios. Usé los llamados bullet points que me enseñaban en el college (es decir, enumerar en frases sueltas). Puse sobre papel todo lo que tenía que hacer en la cocina. Todas mis tareas y las que el chef me añadía. Expresé como me sentía. Todo lo que me vino a la mente.

Al día siguiente me levanté temprano. Era mi día libre pero no me importó. Esto era importante y lo tenía que hacer sí o sí. Me odiaba a mí mismo por lo que iba a llevar a cabo. Iba a chivarme. Me disgustaba incluso mirarme al espejo. Pero me animaba razonando que no tenía otra salida. En este país se toman en serio estas cosas. Los managers están precisamente para eso. Aquí se desviven para que tú estés a gusto en tu puesto de trabajo. No valen los abusos ni las tonterías. Da igual que seas novato o veterano, inglés o portugués, blanco o negro. El trabajo es sagrado. Nadie debe ser tratado con desprecio o de una forma arrogante por los compañeros o por los jefes. Este país se toma todo esto en serio. Y funciona.

Me acerqué a la barra. Pregunté por nuestra manager. Qué mala suerte, Paul estaba tras la barra. Me vio serio, nervioso, con dos folios escritos a tirones en la mano. Apenas pude sonreírle. A Paul. El fantástico Paul.

Salió la manager. Era una mujer simpática. Se nos unió en alguna que otra juerga. Las malas lenguas decían que la taza de té, que siempre portaba, contenía algo más que hierbas recalentadas. Pero era una jefa justa. Hasta donde yo conocía.

“Jill, could I speak with you, please?”

(La frase estaba preparada a propósito, de antemano, en la memoria. Para dar efecto. Ese could en lugar de can, este with en vez del coloquial to).

“Uy Jorge, eso suena muy serio. Vamos afuera, así fumo un cigarrillo, y me cuentas”.

Y le conté. Vaya si le conté. Ella apenas pronunció monosílabos y produjo movimientos de cabeza. Más nerviosa que yo (no lo podía creer). Bebiendo a sorbitos del té mágico. Fumando caladas rápidas y seguidas. Y escuchando. Importante esto. Escuchando a su subordinado. La expresión le fue cambiando, a medida que yo desmigaba mi relato y disparaba los puntos, recogidos en mis arrugados folios, como auténticas balas. Bullet points. Ahora entiendo el significado. Y le metí la puntilla: “y anoche me gritó y amenazó”.

“¿Que te ha gritado! ¡Nadie le grita a mi staff! ¡Nadie!”

Dijo con voz bastante más alta de lo convencional. Puño, con cigarrillo, en alto.

(“Nobody puts baby in the corner”) (Pensé yo con una sonrisa interna y  maligna).

Entonces le dije que tampoco fuera demasiado dura con el chaval. Al fin y al cabo continuaría trabajando con él, codo con codo. Además ya saben el dicho “nunca te enemistes con tu cocinero”. Me dijo que no me preocupara en absoluto por el tema.

Mano de santo, oigan.

Nunca más volvió a mandarme limpiar su zona. Tampoco hubo demasiado mal rollo (algo de incomodidad mutua los primeros días). Eso sí, empecé a cocinarme mi propia cena. Al menos hasta que se le pasara el berrinche. No es lo mismo degustar un chicken wrap with chips que un chicken wrap with chips with escupitajo.

Semanas más tarde, la buena de Jenny me contó que Chris fue con la historia a su amigo Paul (que tan bien me caía, y yo a él). Discutieron en su piso común. Y Paul le dijo, a su amigo del alma, que Jorge llevaba razón. Que se estaba pasando con él. Que hizo bien en acudir a la manager.

Cuando uno es buena persona, como Paul, y además tiene lo que hay que tener, no se anda con tonterías ni se vende a nadie. Con dos cojones.

Yo, aquí y ahora, te lo sigo agradeciendo, Paul.

sábado, 5 de enero de 2013

F33 - Coraza de titanio (15 enero 2003).


En ocasiones has de revestir tu alma con una coraza de titanio. En caso contrario podrías morir de pena.

Hacía frío aquella mañana de enero. Un frío meticuloso y eficaz. Un frío que encontraba los pequeños huecos entre tus ropas, para colarse y helarte los huesos. Acompañado de una lluvia ladeada, débil pero insistente y el sempiterno viento edimburgués – acosador insaciable de ingenuos turistas con paraguas de colores −.

Atravesaba North Bridge, camino de uno de mis cafés favoritos. Pasé a su lado y no pude evitar girarme y mirarle a los ojos. Su rostro inclinado hacia arriba, encontrando los míos. Tenía una mirada limpia, azul, y al mismo tiempo nublada. Una mirada de vieja. No tendría ni siquiera dieciocho años. Era una chica guapa, con la piel blanca, translúcida, que dejaba entrever sus delicadas venas azules. Tenía el cabello del color de la paja, sucio y algo enmarañado. Vestía un plumífero rojo y ajado, con un rasgón en la manga derecha.

“Spare some change, please! Have a nice day!”

Era su cantinela, repetida hasta la eternidad ante cada transeúnte que caminaba a su vera. Todos ellos con prisas, con ganas de llegar a sus trabajos o a sus hogares, sin tiempo ni deseo de detenerse. Sin tan siquiera mirar a ese bulto humano que murmuraba palabras que el viento secuestraba. Era uno más de los numerosos homeless que cubren las aceras. O una más. ¿Qué más daba si era chica o chico? ¿Qué importaba su edad? ¿A quién preocupaba si su teddy favorito quedó abandonado, sobre su cama, en un pueblecito perdido de las Highlands?

Me acuclillé y dejé unas monedas en su vaso de cartón – con el logotipo de Starbucks (qué paradojas tiene esta vida tan perra) −. Apenas sonrió, pero aprecié un brillo de agradecimiento en sus ojos.

“Thanks pal. God bless you”

¿Dios? ¿Qué Dios? Pensé mientras me alejaba tratando de sorber lágrimas de rabia. Mientras yo −también− le daba la espalda, en busca del calor de un café. A la búsqueda de cobijo contra la maldita lluvia, el odioso viento. Al amparo de sonrisas de bonitas y agradables camareras. A la seguridad de otros mundos, de otras vidas, que me proporcionaría el libro que llevaba en mi pequeña mochila. Yo también la ignoraba, por el precio de unas tristes monedas. Bastantes menos que las treinta que recibió Judas Iscariote. Sólo me faltó darle un tierno y traicionero beso.

Esa fue una de las poquísimas veces que he dado dinero a un homeless. Te llenas de excusas. De datos e información que lees o te cuentan: Tienen ayudas oficiales; les dan pisos gratuitos; se lo gastan todo en alcohol y drogas; son enfermos mentales y necesitan ayuda profesional; están ahí porque quieren; rechazan la ayuda del gobierno; hacen turno de “oficina” y luego regresan a su habitación pagada con nuestros impuestos. Etc. Etc.

Pero lo cierto es que no te paras porque no soportas su mirada. Esas miradas limpias y, al mismo tiempo, nubladas. Esas miradas que te echan en cara tu suerte. Esas miradas que agradecen el detalle con un fugaz brillo, pero te recuerdan la oscuridad del abismo. Esas miradas que no deseas contemplar. Las que prefieres olvidar. Lo que no ves, no existe.

Años más tarde volví a pararme con uno de ellos. Fue en el mismo sitio, en North Bridge (favorito puente para los que deciden rendirse, abandonar el maldito vaso de cartón, saltar a las vías del tren). Esta vez yo regresaba de mi pub preferido. Camino de casa. Con dos o tres pintas en la bodega. Comiendo la recién comprada pizza. Era una noche de verano. No hacía ni pizca de frío. Yo había perdido a una amiga. No es que se muriera, simplemente la había extraviado literalmente. Me sentía culpable y, en parte, responsable, pues era una chica muy vulnerable. Su cuerpo caminaba entre nosotros, pero su mente a veces volaba a otros mundos. A lugares donde ella se sentía segura. Pero esa es otra Fargadita lejana todavía en el tiempo. Aún por venir. Les pido paciencia.

Al principio pasé de largo. Ignoré su lastimera frase. Todos ellos la utilizan, como si apareciese en el manual del homeless: “Any spare change, please?” Sin embargo, me detuve a los pocos metros. Desanduve la distancia y le ofrecí lo que quedaba de la pizza (algo menos de la mitad). Tan sólo pensé que si yo ayudaba (un poco) a aquel pobre diablo, tal vez alguna buena persona ayudaría a mi extraviada amiga. Ese fue mi ingenuo y utópico razonamiento.

Seguí mi camino, hacia el autobús. Entonces escuché los primeros gritos. Iban dirigidos a mí. Eran improperios en un tono de enojo e indignación. Me giré y contemplé a un tipo de unos cuarenta años. Bien vestido. Algo bebido. “¿Que por qué le daba comida! ¿Que por qué le entregaba nada? Que eran unos vagos que no querían trabajar. Que él pagaba sus impuestos para ayudarles. Que no deberían estar ahí. Que tienen ayudas oficiales. Que tienen pisos gratuitos…

Le encaré en la distancia y con toda la mala leche que tenía acumulada le grité:

“ ¿Por qué?¡Porque me da la puta gana!” (en su idioma, evidentemente).

Y regresé al calor de mi hogar. Al armario de mi habitación. A volver a vestirme la coraza de titanio.